ABC (Andalucía)

CONCHA SE JUBILA, PERO SU IRREPETIBL­E GENERACIÓN SIGUE ACTUANDO

- Por ÁNGEL ANTONIO HERRERA

Sus hijos le marcaron la retirada a Concha Velasco, pero hay una generación de actores prodigioso­s, en torno a su misma edad, que encarnan la memoria popular de España: María Galiana, Lola Herrera, Julia Gutiérrez Caba, María Luisa Merlo... «Una generación cojonuda», como la definió José Sacristán.

Ya nos dejó dicho Concha Velasco, desde el mismísimo teatro, que del teatro se jubila. Rueda la noticia desde los inicios del otoño. Y de la noticia aún no nos hemos repuesto del todo, porque Concha es Concha Velasco, una intérprete infinita, una atareada eterna, una cartelera de oro. Sucedió ese adiós en el teatro Bretón de los Herreros, en Logroño, y antes lo anticipó en Valladolid, su tierra.

Resulta que la jubilación se la pidieron sus hijos, y Concha a sus hijos no les niega nada. Concha va a cumplir 82 años, en noviembre, y su adiós reaúpa a una generación de actores de prodigio, la suya, que aún andan vitalísimo­s, prestigios­os y en el tajo.

Ahí están María Galiana, Lola Herrera, Julia Gutiérrez Caba, María Luisa Merlo, José Sacristán, o Emilio Gutiérrez Caba. Brincan los ochenta años, noviembre arriba, noviembre abajo. Levemente más jóvenes son Carmen Maura, Miguel Rellán, o Charo López. Uno diría que son, en general, un ramo sin réplica de jóvenes veteranos, porque en ellos puede antes el ánimo que los inviernos, antes la sabiduría que el achaque. Son activos, y prósperos, y prometedor­es, a pesar de la biografía colmada, o precisamen­te por eso.

Lleva razón Sacristán, que de despedida de trámite, le soltó un día a Rellán: «Tenemos ya unos tacos, Miguel, pero somos una generación cojonuda». Conviene leer esta frase dicha desde la voz de nocturno metal de Sacristán, una voz de oro profundo que todos vemos. Porque la eternidad es eso, que una voz sea visible, sólida, memorable, distinta y única, como la de Sacristán, o Rabal, o Fernán Gómez. Como la de los que arriba citábamos.

Ha caído el telón

Miguel Rellán me suele decir que la interpreta­ción es un vivero de grandes tímidos, y probableme­nte lleve razón, porque eso en él se cumple, y yo creo en él. Miguel es actor, sí, inevitable­mente, pero también es aprendiz de prestidigi­tador, y autor teatral, y pianista secreto, y prosista de alcurnia quevediana que ha dado títulos como ‘Seguro que el músico resucita’, una novela con «calidad de párrafo», que decía Salinas a propósito de Proust. No hago fantasía literaria. Colecciona títulos imposibles o surrealist­as, del tipo ‘La monja que no vino’, ‘El mecanismo de la fiera’ o ‘Vida de los pétalos en la Roma imperial’, habla a sus perros como a un hermano y escucha como nadie, incluso a los perros.

Lola Herrera es un personaje insustitui­ble de Miguel Delibes que de pronto Miguel se encontró hecho, en la vida misma, y con deneí de Valladolid, como él. Durante más de una década sin respiro representó ‘Cinco horas con Mario’. Pero es mucho más, porque reúne un repertorio largo, de Fassbinder a Alfonso Sastre, y estira una andadura de elegante verdadera que no sale en el ránking de sastrería de las revistas de peluquería. María Galiana es una trianera de todas partes, y una actriz de apacible solvencia, justo en la dirección contraria de las jóvenes del último momento, con aspaviento en Instagram y ruido de teleserie. Los Gutiérrez Caba son los Gutiérrez Caba. La Merlo es una zagala de ochenta tacos que ya va todas partes como quien va al recreo, con entusiasmo en todo, y en nada. La otra

Paco Marsó, el ‘ex’ CUANDO DIO LA NOTICIA DE QUE ESPERABA UN HIJO DE UNA JOVEN CUBANA, CONCHA SE DESCOLGÓ SIN DESCOMPONE­R LA FIGURA: «ME PARECE ESTUPENDO»

mañana coincidí con ella, donde Alsina, y nos regaló un rato de lucidez efervescen­te y buen humor de verano para todos los inviernos.

Cuando Concha ha dicho adiós, ha caído enseguida el gran telón rojo del teatro, porque acababa la representa­ción de ‘La habitación de María’, que resulta así su última aparición sobre las tablas. La firma su hijo Manuel. Ha cumplido Concha muy rebordados papeles, como actriz. Pero la vida, que es irónica y preserva guionistas secretos y un poco bordes, le colocó un día, además, el papel de separada con buenos modales, papel que ha ido sacando adelante, muy finamente, como todos los suyos, desde Carmen Orozco, en la tele, o Madame Rose, en el teatro.

Halago para el dolor

Cuando su ya ‘ex’ marido, el inquieto Paco Marsó, dio, vía reportaje, la noticia de que esperaba hijo de una joven cubana, morena de verdes lunas, Concha se descolgó sin descompone­r la figura: «Estupendo. Me parece estupendo». En ese ‘estupendo’, sin tontuna de ese líquida, está el eje de su elegancia, una elegancia leída y de muchas tablas que cierra o abre el retrato de una mujer entera y popular, una mujer que nunca dio un susto de medio bikini ni un infarto de exclusiva escándalo, porque va al trabajo firme y a la vida de poco escaparate, o de escaparate justo. Promueve lo contrario a lo que algunos cronistas llaman señora ‘stupenda’, que es la manera de condecorar a las que no pasan de percha oficial de trapo caro.

Concha practica una popularida­d de contención, a la hora de frecuentar lo íntimo, y luego encuentra siempre un halago para las circunstan­cias que en rigor le duelen, que es una manera de quitarse de en medio. Una elegante manera de estar callada, pero sin estarlo. A mí, en privado, me llegó a pegar alguna dulce bronca por defender la vida portuaria, digamos, de Paco Marsó, cuando ya se habían separado, pero sus mayores o menores desacuerdo­s conmigo, o con otros, acaban mereciendo la gratitud, porque ella resulta natural sin traspiés, porque entorna la verdad, porque no se calla, pero sí.

Concha ha sido siempre una impúdica de buenos modales... Tuvo unas piernas alabeadas, de esbelto jabugo sexual y vallisolet­ano, que gustaban mucho a los mirones de oficio y a los sobrevenid­os. Siempre se notó que le había dado alegría al músculo, como bailarina.

Ya digo que, al final, hay que darle siempre las gracias a Concha, y eso cuenta mucho de su proceder fino y de su distinción que no se oculta. José Sacristán es un actor que todo lo hace bien, y un opinador que carga el prestigio de la tristeza. Es como si Fernán Gómez aún estuviera vivo, pero de otra manera. Sacristán es un clásico de hemeroteca que uno se encuentra de pronto en la Gran Vía, un clásico que los jóvenes del oficio reconocen como uno más de la pandilla talentosa. Ha hecho más de cien películas, y ahí va triunfante en la obra de teatro ‘Señora de rojo sobre fondo gris’. Con Carlos Vermut hizo ‘Magical girl’, con Kike Maíllo hizo ‘Toro’, con Luis Berlanga hizo ‘Todos a la cárcel’, o ‘La vaquilla’. Se sobrepuso al landismo, y a sí mismo. Rellán admira a los directores de orquesta y a los que escriben con estilo, no sé si por este orden. Tiene una tristeza cruzada de atención, o al contrario, y eso inquieta e impone mucho, porque encima es alto, o muy alto, y la tristeza doblada de estatura, o al revés, es una muy elegante y hasta prestigios­a manera de estar o de no estar en el mundo.

Carmen Maura ha sido la primera mujer que obtuvo el Premio Donostia, en el Festival de Cine de San Sebastián. Fue musa de Fernando García Tola, en la tele, y chica Almodóvar, y ahora llena el teatro a bordo de la obra ‘La golondrina’. Charo López ha resultado algo así como una Ava Gardner de Salamanca, y no se comprenden sin ella algunas de las mejores series clásicas de televisión, desde ‘Fortunata y Jacinta’ a ‘Los Pazos de Ulloa’. Recita a la Generación del 27 como nadie, y vive retranquea­da de la fama, aunque trabaja mucho.

Las piernas de Concha

Concha ha sido siempre una impúdica de buenos modales, porque ha tenido, por rachas, la propia vida muy descerraja­da, en las revistas, o en las teles, pero ha cubierto ese papel como si fuera un encargo de Antonio Gala, uno de los hombres principale­s de su vida, con el citado Paco Marsó, ese marido soltero. Tuvo unas piernas alabeadas, de esbelto jabugo sexual y vallisolet­ano, que gustaban mucho a los mirones de oficio, y a los sobrevenid­os. Siempre se notó que le había dado alegría al músculo, como bailarina. Ahora es una grandiosa de la interpreta­ción que charla su soledad desvelada en las entrevista­s de homenaje y habla de todo a escote abierto, pero sin desabrocha­rse nunca del todo su elegancia de famosa que no sale en los rankings del corte y confección, pero sí en el coro escueto de las españolas más queridas, que es donde están quienes se miran más rato en los espejos interiores que en los espejos de armario de antes de salir a las fiestas de competició­n de túnicas de pijerío.

La Academia de la Televisión celebró su trayectori­a riquísima, hace unos años, y ella se cantó esa noche «soy una chica yeyé». Ahí vimos, de nuevo, la espontanei­dad de su grandeza, que es también la grandeza de su espontanei­dad. No se puede ser una alta mujer de la interpreta­ción sin acarrear elegancia. Ser otros, que es la esencia del oficio de actor, pasa por ser, esencialme­nte, uno mismo. Ella misma. Concha es veterana, pero no antigua. Ocurre en Lola Herrera, en Julia Gutiérrez Caba, en la Merlo, en la Maura, en la López. Qué generación de bravas mujeres inextingui­bles. Concha habla siempre directo, pero no descarrila. En épocas en las que los ‘ex’, o las ‘ex’, resultan un peatonaje obsceno que practica la gimnasia de tirarse las vajillas del ajuar a la cabeza, ella fue y dio en su momento un ejemplo de señora que no descompone el gesto y resuelve el temporal con una sola palabra: estupendo. Pero estupenda es ella. Estupenda sin la ese líquida de las guapitas maduras que sólo leen los catálogos de cirugía estética. Ha sido Santa Teresa, Hécuba, y una chica yeyé, grandiosam­ente, y en todo se ha aupado con más don que métodos, con más verdad que escotes. De todas las Velascos, ahora asistimos a la mejor, quizá: Concepción Velasco Varona, una fiera de Valladolid, una jubilada de rebeldía, una inquilina de las eternidade­s.

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// ABC Concha Velasco en ‘La habitación de María’, su última obra UNA VIDA SOBRE LAS TABLAS
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DÍAZ Y GUILLERMO NAVARRO // BELÉN Julia Gutiérrez Caba (izquierda), Carmen Maura (derecha) y Lola Herrera (abajo) rondan los 80 años, pero pertenecen a una generación de mujeres inextingui­bles
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