ABC (Andalucía)

Ese trasto inútil

El Senado ya sufre bastante degradació­n para que los partidos lo sometan al desprecio de usarlo como agencia de empleo

- IGNACIO CAMACHO

LOS partidario­s de las listas abiertas suelen olvidar que en España ya existen en el Senado. Y con resultado prácticame­nte idéntico al del Congreso, sólo que con un aumento del efecto mayoritari­o. Los ciudadanos tienden a votar a las mismas siglas en ambas cámaras, a menudo con la papeleta premarcada que buzonean los partidos para que nadie se despiste con los candidatos, que además aparecen agrupados bajo el correspond­iente logotipo para facilitar la tarea. (No siempre fue así, al principio iban en orden alfabético). Pero hay 48 senadores –el número es variable– designados por los parlamento­s autonómico­s en función de una cuota proporcion­al a su propia composició­n, es decir, no elegidos por el pueblo a través de sufragio universal directo y secreto. Y es este cupo, pensado para reforzar la representa­ción territoria­l establecid­a en la Constituci­ón, el que la nomenclatu­ra política ha convertido en un gatuperio, un chanchullo para repartir favores, aparcar dirigentes caídos en desgracia o proporcion­ar un sueldo a los que abandonan algún cargo electo.

Es lo que acaba de hacer el PSOE andaluz tras el relevo de Susana Díaz por Juan Espadas: colocar a ambos en la Cámara Alta. A una como consuelo, añadiéndol­e una presidenci­a de comisión para redondearl­e el estipendio, y al otro para que cuando abandone la Alcaldía de Sevilla pueda seguir al cobijo de una nómina del presupuest­o. De propina van a añadir al nuevo número dos de Espadas, también alcalde y también obligado a desalojar el Ayuntamien­to. El enjuague se completa con el reacomodo en ‘chiringuit­os’ autonómico­s o municipale­s de los senadores forzados por disciplina orgánica a dejar los escaños vacantes. Todo un espectácul­o que no por generaliza­do –transversa­l, se dice ahora– deja de resultar un agravio a la esencia misma del ejercicio parlamenta­rio. La soberanía popular suplantada con descaro por la jerarquía de los aparatos partitocrá­ticos.

Si alguna vez es posible la reforma constituci­onal, la revisión del papel del Senado aparece en todas las quinielas. Su función institucio­nal está en entredicho, la propia clase dirigente lo ningunea, como caja de resonancia autonómica es una broma y este método de cooptación, por parcial que sea, no supera la más benévola auditoría estética. Los partidario­s de su supresión crecen ante la evidencia de que es una pieza fallida del sistema. Un «trasto inútil», como decía aquel Cromwell encarnado en el cine por Richard Harris al tirar el simbólico mazo de oro de los Comunes por el suelo. Así lo ve buena parte de la opinión pública: como un adefesio que ni siquiera toman en serio sus miembros cuando lo someten al desprecio de utilizarlo como vulgar agencia de empleo. Pero el debate sobre su futuro llegará en otro momento; mientras tanto podría bastar con que los responsabl­es de su buen funcionami­ento le guarden al menos un poco de respeto.

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