Malhumor general
Estamos viviendo un travestir de ideas, palabras, valores, que lo permiten todo en nombre de la semiología
HOY es más difícil encontrar alguien satisfecho que una aguja en un pajar. Todo el mundo se queja de algo e incluso aquellos que están bien parecen temer que pronto dejarán de estarlo. Y no es un estado de ánimo limitado a España. Fíjense cómo están los norteamericanos o incluso los alemanes, inquietos ante el cambio en la Cancillería. Por no hablar de quienes, desesperados, se lanzan al mar o a las fronteras en busca de una mejor vida, perdiéndola en bastantes casos.
No, no es éste tiempo de optimismo y regocijo, y si alguien se lo pinta en el futuro, tengan cuidado con él, pues se trata de un pillo, en el mejor de los casos.
¿A qué se debe? Las crisis económicas y sanitarias que nos han golpeado tienen buena parte de la culpa. Las expectativas de las últimas generaciones de que las siguientes vivirían mejor, se han vuelto contra nosotros como un bumerán: van a vivir peor. En todas partes, debido a que la informática ha hecho del mundo una aldea global y estamos tan interrelacionados que nos contagiamos.
Pero la auténtica causa es otra. Me refiero a la última revolución, silenciosa, más letal que todas: la del lenguaje. Ante el desplome del comunismo, ideólogos de extrema izquierda han manipulado palabras y conceptos para convertir la derrota en victoria. Me refiero a los filólogos descubridores de la ‘posverdad’.
¿Qué puede haber más allá de la verdad? El Diccionario de la Real Academia Española la define como «la distorsión deliberada de la verdad». Pero ellos la venden como una verdad más profunda, próxima a sus ideas político-sociales. O sea, una manipulación. En lenguaje de la calle, una trola.
Es así como la mentira ha encontrado sitio en la política y hoy encontramos normal que los políticos mientan. Siempre han exagerado, pero nunca con la profusión de ahora, cuando la mentira está sustituyendo a la realidad, como muestra otro de los términos más en uso: «empoderar», o conceder poder a alguien, favorito de los secesionistas catalanes, que lo alargan a «empoderarse» o dotarse a sí mismo de poderes por encima de los legales, como reclamaron en su juicio. Cuando, como sentenció el tribunal, fue un «apoderarse» sin derecho alguno.
Estamos viviendo un travestir de ideas, palabras, valores, que lo permiten todo en nombre de la semiología. Una mentira emotiva, variante de la demagogia, que permite hacer a cada uno lo que le de la gana, con tal de que se invoque la justicia social, que poco o nada tiene que ver con la Justicia auténtica, de los códigos y las leyes. ¿Cómo no vamos a andar de cabeza, preguntándonos en qué va a acabar esto?