ABC (Andalucía)

No siendo Juana Rivas

Indultar es privilegio del Gobierno. Difamar es delito. También para una ministra

- GABRIEL ALBIAC

EL indulto es una reliquia del ‘Ancien Régime’. Una pervivenci­a teocrática en las constituci­ones modernas: como voz de Dios, el rey absoluto tenía potestad plena, por Dios delegada, sobre vida, muerte y hacienda de sus súbditos. No es el único anacronism­o que pervive en nuestras sociedades. Sí uno de las más graves, porque diluye la autonomía de poderes. Pero, aceptémosl­o, una paradoja no abole una norma. Y, si en lo conceptual, ninguna defensa histórica tiene hoy la existencia del indulto, el hecho es que la ley contempla tal disparate: el del arbitrio del Gobierno para corregir a los jueces. Nada que hacer, pues. Se aplique a Juana Rivas o a Junqueras.

El caso Rivas había puesto al desnudo una fragilidad crítica en las garantías jurídicas españolas. Recordemos: una española condenada en Italia secuestra a sus hijos en España. Nuestras autoridade­s –en concreto, la Junta de Andalucía– se ponen al servicio de la rea para consumar su delito pasándola a la clandestin­idad. En elemental lógica, hubiera debido ser sobre las funcionari­as del «Juana está en mi casa» sobre quienes cayera la mayor pena por tal delito. Más que sobre la pobre ilusa por ellas arrastrada. Ahora, condenada ya en firme, los colegas políticos de sus inductoras la indultan desde el Gobierno. Es un detalle. Obsceno, pero legal.

El ‘caso’ no es sólo anécdota. Da testimonio de hasta qué punto la extraña legislació­n española está condenada a chocar con las legislacio­nes europeas de mayor fuste garantista. Esta vez ha sido Italia. Pero igual hubiera sido en Francia. Pero igual sería en casi cualquier país seriamente democrátic­o.

Choque de dos leyes. Española e italiana. La segunda, como es axiomático en los sistemas garantista­s, reposa sobre la presunción de inocencia de todo acusado. Sean cuales sean sus genitales. La primera, la nuestra, con ánimo protector, invierte la carga de la prueba. Y exige que sea el varón acusado quien deba demostrar su inocencia: un imposible jurídico. La justicia italiana juzga tal criterio aberrante. Igual sucedería en Francia. Igual en tantos otros países con tradición democrátic­a. Sólo España aplica el abracadabr­ante principio jurídico de que una mujer nunca miente.

Es hoy la rareza española. Que contamina nuestra plenitud garantista. Pero así es la ley en este pobre país nuestro. Nada se puede hacer. Salvo modificarl­a. No creo que ningún partido se atreva. Quita votos.

Pero otra cosa es que una ministra –¡una ministra!– aproveche su privilegio para llamar «maltratado­r» a alguien a quien los jueces exculparon de todo delito. Eso ha hecho doña Irene Montero con el padre de los hijos de la condenada. Y eso no es ya una obscenidad. Es un presunto delito que tipifica el código.

Las leyes son para todos. Indultar es privilegio del Gobierno. Difamar es delito. También para una ministra.

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