EL MÉDICO VIGUÉS QUE AYUDÓ A HUIR DEL NAZISMO
Eduardo Martínez Alonso salvó a centenares de personas recluidas en los campos de concentración españoles durante la Segunda Guerra Mundial, proporcionándoles certificados falsos y abriéndoles una ruta de escape a Portugal a través de la frontera con Galicia
En el gigantesco, complejo e imbricado puzle que fue la Segunda Guerra Mundial, el papel de los héroes anónimos pone en valor a las pequeñas piezas. También en la España de Franco, un país que transitó de la neutralidad a la no beligerancia, y que aparentemente se mantenía distante de la contienda entre el Eje y los Aliados, pero que tenía en su propio suelo un tablero de operaciones intenso para alemanes y británicos. Uno de esos nombres propios es el de Eduardo Martínez Alonso, un médico de Vigo que se jugó la vida como enlace de los ingleses para cruzar a Portugal a decenas de refugiados extranjeros, ya procedieran de los campos de concentración españoles o hubiesen atravesado los Pirineos por sus propios medios desde la Francia ocupada. Esta es la historia de Lalo, como se conocía a Martínez Alonso, pero también la de otros hombres y mujeres que actuaron en la sombra para sostener redes de huida dentro de España con las que amparar a los perseguidos por el Tercer Reich y devolverles la libertad.
Este es un relato con varios protagonistas, pero que quizás encuentra un punto de partida con la llegada a España en ‘misión especial’ de Samuel Hoare como embajador de Gran Bretaña el 1 de junio de 1940, un encargo del ‘premier’ Winston Churchill para intentar frenar en la medida de lo posible que Franco se incorporase al Eje y reforzara la amenaza fascista en toda Europa. A los pocos días de aterrizar Hoare en Madrid, Francia cae en manos de Hitler. Una de sus primeras decisiones es articular y coordinar el servicio de espionaje británico en nuestro país, y dentro de él, redes de suministro que permitieran abastecer a los colaboradores. Esta labor recae
en el capitán Alan Hillgarth, agregado naval y jefe de inteligencia de la embajada. Van a necesitar no solo a británicos comprometidos con la causa de la libertad, sino también a españoles, que pasarán más desapercibidos bajo el radar de las autoridades franquistas.
Entre ellos figura Martínez Alonso. Nacido en Vigo en 1903, se crió sin embargo en Inglaterra, «donde llegó por el destino de su padre, cónsul general de Uruguay en Glasgow y Liverpool», según recoge su hija, Patricia Martínez de Vicente, en su último libro, ‘El té de la libertad’ (Kolima), de reciente publicación, en el que desgrana con todo lujo de detalles y con una precisión casi académica la historia de su padre, al que ella fue redescubriendo durante su investigación durante los últimos veinte años. Tras estudiar medicina «entre Liverpool y Madrid», Martínez Alonso se instala en la capital de España y empieza a trabajar en el hospital de la Cruz Roja, para poco después convertirse en el médico de la Embajada británica. De profundas convicciones monárquicas, a través de la Cruz Roja llega incluso a entablar contactos con la Reina Victoria Eugenia. Estalla la Guerra Civil, y las circunstancias llevan a Lalo a servir en el frente republicano y el ‘nacional’ –donde acabó como capitán médico–, «y encima salir indemne», apostilla su hija. Esto le permitió, superada la contienda, regresar a su consulta y no ser visto como sospechoso por el nuevo régimen.
En 1940, tras la caída de Francia, la Embajada británica se convierte en el punto neurálgico de encuentro de aquellos que quieren escapar de Hitler. Pero se ven sobrepasados. Martínez Alonso se ofrece a Hillgarth. Asegura ser capaz de encontrar una vía para cruzar a Portugal a través de una finca familiar en Vigo. El país vecino, aunque dirigido por el dictador Salazar, mantiene una posición ambivalente entre Eje y Aliados, permitiendo que ambos operen en su territorio. Era un destino seguro, ya fuera por Galicia, Extremadura o Andalucía, como también lo era Gibraltar. Pero, ¿cómo llegar hasta Vigo por las carreteras de la España de 1940 sin levantar sospechas? Aquí entra en juego un lugar clave, el café Embassy de Madrid.
Espías en el café
En el Paseo de la Castellana 12, esquina con Ayala, la irlandesa Margarita Taylor abrió un salón de té de corte inglés, al más puro estilo londinense, en los años de la República. Taylor se había enamorado de Madrid cuando la visitó con su marido a finales de la década anterior. Se vio forzada a cerrar durante la Guerra Civil pero tras la victoria franquista regresó para reabrir su local, que no era solo un negocio hostelero sino que funcionaba también como tapadera para los servicios de inteligencia británicos. A pocos metros de la embajada alemana –ubicada en el nº 5 de la Castellana–, los salones de Embassy se convirtieron en un punto de encuentro de los refugiados, que se escondían en la vivienda de Taylor a la espera de que llegaran sus pasaportes falsificados para poder escapar. Si estaban enfermos, Martínez Alonso los recogía en su piso de la calle Gurtubay, y allí los trataba hasta que podían valerse por sí mismos.
Martínez de Vicente narra, a modo de película de espías, cómo los refugiados entraban por la puerta de servicio de Embassy como si fueran personal de reparto, y en sus cocinas se cambiaban de ropa para entrar en los salones como clientela respetable. En las mesas, aristocracia, burguesía, adinerados empresarios, artistas y despreocupados miembros de la Gestapo o del régimen franquista. La mejor manera de ser invisible es hacer algo a la vista de todo el mundo.
¿Quiénes buscaban salir desesperadamente? La casuística era variada: «Indocumentados, militares desertores de los ejércitos caídos bajo dominio nazi, incluidos judíos y apátridas europeos, además de los presos liberados de las cárceles y campos de concentración, no solo españoles», recoge Martínez Vicente, así como –por ejemplo– soldados del Ejército británico que quedaron atrapados en Francia tras la ocupación. «Aunque solo deberíamos responsabilizarnos de los refugiados británicos, tuvimos que ampliarlos a refugiados de todo tipo», confesaría años después Samuel Hoare en sus memorias: «Miles de austríacos, particularmente judíos, llegaban sin que se aceptaran sus documentos; nuestra batalla contra la Gestapo era interminable».
A todos ellos, una vez entraban bajo el manto protector de la Embajada británica, se les proveía «de ropa, comida y dinero facilitado por la Cruz Roja», pero que tenía por detrás la mano benefactora de Lady Maud, la esposa del embajador Hoare. El profesor de Historia Contemporánea de la USC e investigador Emilio Grandío enmarca esta actitud en la férrea vigilancia y las estrictas líneas rojas que el régimen franquista impuso a Hoare en sus primeros meses, pero que Lady Maud tenía más fácil esquivar. Grandío ha en
contrado documentación de compras de material de intendencia firmadas por ella. «La mujer de Hoare va a tener más valor que una mujer política convencional porque forma parte del ‘establishment’ británico y lleva cuarenta años con su marido pateándose el mundo».
Martínez Alonso y la inteligencia británica trabajaron a conciencia dos escenarios. En primer lugar, Hillgarth le confesó su preocupación por los «cientos de polacos y otros prisioneros aliados, entre ellos muchos judíos, en el campo de concentración de Miranda de Ebro». El régimen, llegado el momento, tenía pensado repatriarlos a sus países de origen. Quiso el azar que, por tratar un caso de tifus en un oficial británico retenido en el penal, Martínez Alonso se diera cuenta de que las autoridades franquistas excarcelaban a los enfermos por temor a brotes que afectaran masivamente a los reclusos. Así pues, «un nuevo método de evacuación estaba servido», y con un goteo que acabó siendo riego por dispersión, la Cruz Roja fue sacando de Miranda de Ebro a «un número indeterminado de prisioneros», principalmente polacos, según afirma Patricia Martínez en su libro. Todos ellos, con un certificado médico firmado por Martínez Alonso.
El otro escenario eran los que cruzaban los Pirineos. «A mi padre se le ocurrió echar mano del fraile capuchino que había sido su capellán» durante su etapa como médico en el bando nacional. La orden disponía de «varios conventos recónditos en las faldas de los Pirineos navarros», y Martínez Alonso les pidió «que alojaran a los perseguidos durante los traspasos ilegales» y así esquivar su incierto destino en Miranda de Ebro. Los capuchinos pusieron a disposición de la red un pequeño convento en Jaca y en algún momento posterior una granja en Pamplona. De ahí, a Madrid para obtener las identidades con que partir con destino a Galicia, casi siempre con parada en el hotel Oliden de León, otro epicentro de espías de una y otra bandera.
La Portela
La finca familiar de Martínez Alonso se encontraba a las afueras de Vigo, en el municipio de Redondela, y tenía salida directa a la ensenada de San Simón, que enlazaba con la ría viguesa y el océano. Los refugiados llegaban a La Portela en coche, en calidad de invitados del médico, con pasaportes falsificados, en ocasiones incluso con matrícula diplomática. Procuraban no hablar ni interaccionar con los paisanos del lugar para no llamar la atención. Llegaban, cenaban, y antes de despertar el alba ya habían salido hacia Portugal, bien en pequeños veleros rumbo a Oporto, bien camuflados entre tripulaciones, bien en coche hasta la frontera sur por Tui, a orillas del Miño. Grandío sostiene que estas rutas de escape «eran consentidas por el régimen», dentro de ese doble juego que se traía con Alemania y Gran Bretaña. «Es la pura estrategia de conveniencia de España», que aparecía en el panorama internacional como entusiasta de la ofensiva nazi al mismo tiempo que recibía importantes suministros y créditos del Gobierno británico.
Martínez Alonso y su mujer, Ramona de Vicente, tienen que huir de España en la primavera de 1943, a través de Lisboa y con destino a Londres, al ser detectados por la Gestapo, y por expresa indicación de Alan Hillgarth. Desde su exilio forzoso, el médico vigués redactaría un sensacional memorando de cómo utilizar la ruta viguesa para huir a Portugal, un documento conservado en los Archivos Nacionales de Gran Bretaña.
En él identifica como colaboradores a «los hermanos Alén» en Tui, que «tienen un negocio de contrabando y son bien conocidos de los carabineros, con los que se llevan de maravilla», o el agente apodado Trimotor, que poseía «un barquito de pesca relativamente grande que podría albergar a unos 12 hombres». Entre sus recomendaciones, Lalo sugiere que los refugiados «se paren a visitar los monumentos [de Santiago de Compostela] por la mañana» y así confundirse como turistas, para luego poner rumbo a Vigo y allí enlazar con los encargados de llevarles hasta la frontera.
Otro fiel colaborador era un taxista de Vigo, de apellido Ríos –que cobraba 500 pesetas por viaje– al que se le contactaba por telegrama el día antes. «Debe firmarse con cualquier nombre que comience con A cuando se vaya a utilizar la ruta de los Alén y con T cuando se vaya utilizar la ruta Trimotor», desgrana Martínez Alonso en sus instrucciones. Además, había que preparar otras 2.000 pesetas «por cruce», que se repartían entre los agentes y los carabineros. Pero lo prioritario era evitar la ciudad: «Las autoridades están al tanto de lo que nos traemos entre manos», advierte Lalo a los británicos.
¿Cuántas personas pudieron salvarse gracias a estas redes y a la participación de Eduardo Martínez Alonso? Samuel Hoare hablaba de alrededor de 30.000. Martínez de Vicente eleva la cifra hasta los 300.000, aunque no necesariamente por la ruta viguesa o por la actuación de su padre, que regresó a España tras la guerra mundial, donde fallecería en 1972. Nunca reveló su participación en la huida de refugiados, que sin embargo no pasó desapercibida para los gobiernos británico y polaco, que lo condecoraron en 1947 y 1958 por su labor. En 2010, el Yad Vashem israelí lo reconoció como ‘salvador de judíos’. Su hija lo tiene claro: «Mi padre se comprometió ante todo por respeto, por compasión, y sin duda por amor al prójimo en el extremo trance de vida o muerte». Llámenlo héroe, por ejemplo.
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