Chile en su laberinto
«¿Cómo administrará Chile tres poderes distintos –un presidente, un Congreso y una Asamblea Constituyente– en competencia, y sin duda, de tendencias opuestas? Mi conclusión provisional es que tendremos que mirar hacia otro lado, no al mundo político, sino al mundo económico y académico. Allí se decidirá realmente el futuro»
LOS chilenos no hacen nada como los demás o, por lo menos, como los demás ibeoroamericanos. ¿Está Chile en Iberoamérica? Por su historia, sí; por su geografía, es más bien una isla rodeada por el océano, la cordillera de los Andes, el desierto al norte y los hielos de la Patagonia al sur. Además, los chilenos están mucho más centrados en Asia y Estados Unidos que en sus vecinos argentinos o bolivianos, con quienes niegan cualquier afinidad. Aunque hablan español, lo hacen, sin duda, con un acento singular impregnado por sus inmigrantes alemanes, suizos, británicos y vascos; todo lo contrario de los argentinos que hablan italiano creyendo que es español. Los chilenos tienen, como sus vecinos, una tradición caudillista, herencia de la colonización, pero solo en Chile un dictador militar se unió, contra todo pronóstico, al libre mercado, modelo Chicago, y lo que es aún más sorprendente, organizó un referéndum honesto que perdió; tomó nota, y en 1990, abandonó el poder. Habiendo conocido a Augusto Pinochet en esa época, soy testigo de que su gran error, además del bombardeo del Palacio Presidencial de La Moneda en 1973, fue creer que era popular. Lo era un poco entre la burguesía y las clases medias, pero no lo suficiente como para encarnar a la mayoría.
Sabemos que, después de Pinochet, Chile se convirtió en un modelo económico y político para toda Iberoamérica. Destacados empresarios se lanzaron a la conquista del mercado agroalimentario de Estados Unidos; la Patagonia se convirtió en un destino turístico; Santiago, en el centro financiero y universitario del continente. Después de la dictadura se restableció la tradición legalista que la había precedido: los presidentes socialdemócratas y liberales se alternaron en el poder sin cuestionar ni la Constitución ni el Estado de derecho. Sin duda, reinaba cierta ilusión lírica, ya que hace dos años este modelo chileno se hizo añicos, aunque el presidente Sebastián Piñera, fue un presidente ilustrado, no violento y atento a su pueblo.
Y es que, bajo la superficie del éxito, amenazaban fuerzas oscuras, casi invisibles y sin representación, ni en las instituciones ni en los medios de comunicación. Como toda la atención se concentraba en las luces de Santiago, las élites gobernantes no se daban cuenta de que a las afueras de la capital la mitad de la población vegetaba en la pobreza, sin esperanza, privada de un futuro por culpa de una educación primaria primitiva. De Santiago habíamos olvidado también que los pueblos originarios, los indios mapuche, ya no se resignaban a haber sido expulsados por la colonización y luego olvidados por completo. También habíamos olvidado que el Partido Comunista de Chile había sido, hasta el régimen de Allende incluido, el más poderoso, el mejor organizado y el más estalinista del continente. Lo considerábamos tan desaparecido o tan corrupto como en Cuba o Nicaragua. Craso error: la llama marxista se mantuvo viva gracias a las organizaciones estudiantiles, surgidas a menudo de la alta burguesía. Como Lenin en su época o Neruda en la suya.
Otra peculiaridad de Chile que desempeña un papel decisivo en la situación actual es la proliferación de ONG. No hay buena causa, desde la protección de los pingüinos de la Patagonia hasta la lucha contra el cambio climático, que no esté representada por una organización no gubernamental. En Chile, los ángeles han abandonado las iglesias y se han refugiado en las ONG. Todo esto, que estaba oculto, salió a la luz, a la calle, y revolucionó el panorama político. Durante las elecciones presidenciales del 21 de noviembre, los dos candidatos principales procedían de la extrema derecha, José Antonio Kast, y de la extrema izquierda, Gabriel Boric, sin mucha experiencia política ninguno de los dos; uno promete orden y seguridad, y el otro, justicia social. Los partidos tradicionales, que se alternaban en el poder desde hacía 30 años, han salvado in extremis sus escaños en el Parlamento, pero el futuro se les escapa.
Este triunfo del exceso no es exclusivo de Chile: se encuentra de manera idéntica en Estados Unidos y en Europa. Sin duda, es consecuencia de las redes sociales. Igual que la imprenta de Gutenberg llevó a la Reforma y los periódicos baratos a la Revolución Francesa, Facebook y Twitter generan una nueva cultura, donde el narcisismo triunfa sobre la experiencia y la competencia. Si nuestro análisis es correcto, Chile está avanzando porque está retrocediendo. Del mismo modo, la Asamblea Constituyente, elegida el pasado mes de mayo para redactar una Constitución pos-Pinochet, está compuesta, en su mayor parte, por representantes de ONG, cada uno decidido a incluir en esta Constitución los derechos de los pingüinos, la reparación del daño a los mapuches, el acceso gratuito a la Universidad para todos, etc.
¿Cómo administrarán Chile tres poderes distintos –un presidente, un Congreso y una Asamblea Constituyente– en competencia, y sin duda, de tendencias opuestas? Nadie tiene la menor idea. Mi conclusión provisional es que tendremos que mirar hacia otro lado, no al mundo político, sino al mundo económico y académico. Allí se decidirá realmente el futuro del país. Con la esperanza, por supuesto, de que el Ejército permanezca en sus cuarteles y de que los políticos persistan en juegos políticos obsoletos y sin consecuencias. Los pesimistas, por su parte, apostarán por el fin del modelo chileno, o por una ‘argentinización’ de Chile. Yo no comparto ese pesimismo.
«Bajo la superficie del éxito, amenazaban fuerzas oscuras, casi invisibles y sin representación en los medios o las instituciones»