Vendrá la muerte y tendrá descuento
Los escaparates se encienden y la calle bulle con el efecto contagio de las cosas que se pagan a plazos
REANIMAR el comercio. Encender el desfibrilador de la hostelería. Extinguirse sin que quede un solo euro dentro de los bolsillos. En estos días de puente de la Constitución y la Inmaculada, Madrid se vuelve loca, se empeña a fondo en morir de éxito, bendecida por el exceso: de visitantes, de vitrinas, de vidrieras y vidriosos. Andamos todos muy juntos, tosiéndonos a granel en la cola de Doña Manolita, dándole a la manivela del organillo y chupeteando el barquillo del mercadillo de Navidad. ¡Pero qué más da la enfermedad cuando el futuro suena a voz de niño de San Ildefonso!
Preciados. Goya. Serrano. Conde de Peñalver. Princesa. Gran Vía y todos sus semáforos: una gragea antidepresiva, un botellón del buen rollo, una descarga, una electrocución de festivo y villancico, indigestión de cena navideña de empresa, billete de lotería contra cualquier mal. Bullicio, gente, paquetes, bastonazos, niños histéricos por comer tanta azúcar, madres repulsivas, consumistas irredentos, algodón orgánico y chocolate a la taza ecológico. Todo junto y para llevar. Una energía eléctrica de tarjeta de crédito recorre los edificios. Crepita. Todos a la calle. Todos en la calle. Todos, sin excepción y manteniendo las medidas de seguridad. ¿Cuáles? ¡Vaya usted a saber!
En este puente de la Constitución y la Inmaculada, toca arrepentirse y creer en el Evangelio, sea apócrifo o no. Amortajada en la idea de una Navidad que no será ni tan normal ni tan como las de antes, se despliega la alquimia feriada, la compulsión química y perfecta que opera sobre el mundo cuando este parece estar a punto de acabar. Como si fuera un pan, los precios de las etiquetas se inflan y mejor no dejar para mañana lo que se puede comprar hoy. Los escaparates se encienden y la calle bulle con el efecto contagio de las cosas que se pagan a plazos. Cortilandia se despliega como si de un cuadro del Bosco se tratara, una versión de ‘El carro de heno’ con gominolas que convierte los insípidos días de guardar en la bomba de relojería de la compra navideña.
La felicidad de los que se echan a la calle no radica en poder comprar esta o aquella baratija, ni siquiera el hecho de perseguir la talla eme de un abrigo de Inditex agotado, la bienaventuranza del callejeo decembrino y el alumbrado, por no decir la electrocución de la calle, es el exceso, la ansiedad, la codiciosa caravana de bolsas y la indignidad de los maniquíes sin cabeza.
Salir a la calle, comer sin hambre o beber sin sed, como escribió Javier Marías. Quien recorre las aceras de Madrid durante estos días de festivo, percibe a sus semejantes como bizcochos recién horneados y espolvoreados con el arsénico de Emma Bovary. Vendrá la muerte y tendrá descuento.