Los niños de Juana
Ante la exposición pública que están sufriendo uno tiene la extraña sensación de que los quiere más que su madre
S Eatribuye a Rilke, sin ninguna prueba, la frase que dice que la verdadera patria del hombre es la infancia. Da igual quién lo dijera porque dijo el evangelio. Se es toda la vida lo que se fue de niño. La edad esponja es la única configurable. A partir de la adolescencia puedes aprender y evolucionar, pero no puedes empezar de nuevo. Cambias los adornos y algunas vigas, jamás los cimientos. Por eso la protección de los menores frente a la maldad es un compromiso de toda la sociedad consigo misma. Y eso obliga al Estado —mejor dicho, tendría que obligarle— a preservar con independencia ideológica los derechos de la infancia. Pero la prueba incontrovertible de nuestro fracaso es que el juez del caso Juana Rivas ha tenido que aclarar esto en un auto para evitar el linchamiento público y, en cambio, el Gobierno no ha dado unas mínimas explicaciones de su negligencia con el niño de Canet al que ha dejado tirado frente a los radicales independentistas. Es probable que ese chiquillo tenga esa huella psicológica para siempre, aunque también es improbable que nadie en el Consejo de Ministros que abandera la justicia social vaya a padecer cargo de conciencia. El sistema tiene que salvaguardar los derechos de los padres a escoger la enseñanza de sus hijos por la misma razón por la que les obliga a educarlos en condiciones saludables. La exministra Celaá, ahora arrodillada por un buen sueldo en el Vaticano, dejó dicho que «no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres». En Canet hemos visto que tampoco son defendidos por el Estado. Se me hace bola pensar que vivo en un país donde ser niño es una putada.
La infancia es otro objeto arrojadizo más entre partidos. La Fiscalía del Gobierno —«¿la Fiscalía de quién depende?», se preguntó retóricamente Sánchez— pidió la libertad de Juana Rivas tras su indulto en un movimiento estrictamente político, no jurídico, enmarcado en los pactos del oprobio del sanchismo con los antisistema. Y el juez que instruye la causa tuvo que parar la injusticia desvelando con tembleque un nuevo escalofrío del sumario. Se está investigando si los niños sufrieron abusos sexuales mientras estaban con la madre. O incluso si ella los simuló para perjudicar al padre. Una barbaridad. Al margen de las disputas de pareja entre Juana Rivas y Francesco Arcuri, de las acusaciones cruzadas, de los consejos del aparato feministoide y de las condenas en firme a la madre por hacer de su capa un sayo, tengo ya la extraña sensación de que me duelen más sus hijos que a ella. Esos niños se están criando en un clima de odio público que debilitará sus principios ‘ad eternum’. Son el pimpampum de las miserias de otros. Pero ni puede protegerlos su madre, que de tanto quererlos los está destrozando, ni tampoco el Estado porque lo que dice la Justicia lo desmiente el Gobierno.
Esas criaturas han sido cosificadas en plena fragua. Y si la verdadera patria del hombre es la infancia, lo único claro en esta triste historia es que España nunca será su patria.