ABC (Andalucía)

Manolo Santana, el pionero que fue leyenda

∑Considerad­o uno de los mejores deportista­s que ha tenido España, ayer murió a los 83 años y será despedido hoy con honores en Marbella ∑Descubrió el tenis para nuestro país y ganó dos Roland Garros, un US Open y un Wimbledon. Jugador soberbio, abrió cami

- ENRIQUE YUNTA

El bocadillo olvidado de Braulio, uno de sus tres hermanos, tuvo la culpa de que el pequeño Manolín quedara prendado del tenis, un deporte que ha dignificad­o mejor que nadie, un pionero que abrazó la gloria mucho antes del ‘boom’ actual que tiene a Rafael Nadal luchando por la historia y dando continuida­d a los éxitos recientes de la raqueta. En tiempos de posguerra, un chico delgado y travieso fue a llevar ese bocadillo a su hermano, que trabajaba de recogepelo­tas en el Club Velázquez (donde ahora están las oficinas de Iberia, en la calle que lleva el mismo nombre y haciendo esquina con avenida de América), y quedó prendado de la magnitud de este deporte, un amor a primera vista que jamás se marchitó. La elegancia de las mujeres en sus movimiento­s, los exuberante­s vestidos blancos, los estilosos movimiento­s de los caballeros... ¡Zas! Manuel Santana Martínez, el gran Manolo, quien nació un 10 de mayo de 1938 en la madrileña calle Lope de Rueda, fue tenista hasta el final de sus días, un campeón irrepetibl­e que se ha ido a los 83 años, un campeón antes que ningún otro.

Cuando el tenis era solo cosa de la burguesía, un deporte para ricos, Manolo sobrevivía como buenamente podía en el seno de una familia muy humilde. Braulio, su padre, era un buen electricis­ta y fue encarcelad­o durante la Guerra Civil por combatir en el bando republican­o (salió seis años después de que terminara el conflicto, poco antes de morir), y Mercedes, la madre, se las apañaba haciendo malabares para salvar el día a día en la casa. Aquella visita forzada al Club Velázquez, ese bocadillo de Braulio, supuso un antes y un después para la familia Santana Martínez, pues el chiquillo pidió volver cada día. El desenlace de la historia ya lo sabe todo el mundo.

Braulio consiguió que en el club cogieran a su hermano como recogepelo­tas, una especie de chico de los recados que buscaba propinas con su amabilidad y desparpajo, y fantaseaba con coger una raqueta y darle a la pelota con ese estilo tan de antes. No tenía dinero para ello, claro, así que su primera raqueta se la montó con una silla rota, espíritu de superviven­cia.

A Manolín le apadrinó la familia Romero Girón, con los bolsillos más cargados y dispuestos a encargarse de la formación del muchacho desde que uno de sus miembros le vio jugar de manera casi clandestin­a. Ese talento no era común y se hicieron responsabl­es de sus estudios, la manutenció­n y de los entrenamie­ntos, pasando a ser uno más de la familia y disfrutand­o de los veranos en El Cañizar, un pueblo olvidado de Cuenca. Ahí, en una pista de tenis ubicada al lado de las fábricas, perfeccion­ó sus golpes y tendía a recordar con cariño aquellos meses estivales, la inocencia de un niño que nunca se imaginó dónde llegaría.

Porque Santana llegó al infinito cuando en España se sabía poco de este deporte, nada que ver con la potencia de ahora. «De hecho, la gente no tenía ni idea de si se jugaba con una pelota redonda o cuadrada», bromeaba siempre, orgulloso de sus propios pasos, emocionado cuando recordaba su primera gran gesta. En 1961, París, ahora paraíso de Rafael Nadal, descubrió a un genio, ‘Le petit Manolo’. Tenía 23 años y aquel 27 de mayo triunfó por primera vez en los Internacio­nales de Francia al vencer a su amigo Nicola Pietrangel­i en la final, que fue durísima. «Parecía que había perdido yo porque me eché a sus brazos y empecé a llorar como un niño», relataba Santana a ABC en las bodas de oro de esa gesta. «Me siento muy orgulloso de ser una especie de pionero. El torneo ha cambiado, pero la pista central la veo igual. Me veo jugando en ella, corriendo, haciendo dejadas y tirando globos. Como Nadal», añadía en la víspera del sexto mordisco del mallorquín, al que le unía una estrechísi­ma relación. En realidad, todo el vestuario nacional, también el extranjero, adoraba a Manolo.

Sus gestas

Ganó París también en 1964, otra vez a Pietrangel­i (en 1963 se llevó el título de dobles con Emerson), y en 1965 conquistó el US Open, que entonces se jugaba en hierba, en las instalacio­nes de Forest Hills, pero, tozudo como era, se Arriba, Manolo alza el trofeo de Wimbledon con el escudo del Real Madrid en su camiseta. A la derecha, en una imagen de 2015, recibiendo el cariño de Nueva York. Allá donde iba era sumamente respetado

empeñó en que su nombre tenía que estar en el ilustre panel de campeones del All England Tennis Club. Ya era una estrella del tenis, el mejor abanderado de una España que llegó a discutir con Australia en dos finales de Copa Davis (ambas con derrota), aunque él sentía que le faltaba una medalla en Wimbledon, algo así como el edén. «Todos quieren ganar ahí. Yo había triunfado ya dos veces en París y decidí que tenía que aprender a jugar bien en hierba para ganar en Londres. Entonces, me empecé a fijar en los australian­os, que eran una maravilla cómo sacaban y cómo voleaban en la red. Era el camino a seguir y me acerqué a Laver, Emerson, Stollie, Newcombe, Roche... Aprendí muchísimo». Rod Laver, al que muchos consideran el más completo de todos los tiempos, le definía así. «Manolo era un mago en la tierra batida, golpeaba la bola a los ángulos más increíbles, te volvía loco con sus globos y dejadas. Y mejoró tanto su volea que era peligroso también en hierba. Me ganó fácilmente un par de veces en Europa, haciéndome saber que tenía mucho que aprender sobre la tierra batida»,

Fue, pues, en 1966 cuando llegó el gran triunfo de su vida, segurament­e del que más presumía cuando narraba sus batallitas. «Cayeron los mejores por la otra parte del cuadro y en la final me enfrenté a Dennis Raltson, un americano muy grandote. Estaba enfadadísi­mo porque no entendía que un español le ganara en hierba». Inmediatam­ente después, iba una sonrisa y la anécdota que más repitió en vida, orgulloso de su madridismo. «Esa final la jugué con el escudo del Real Madrid. Raimundo Saporta (entonces vicepresid­ente del club blanco) estaba ahí y me dio el escudo. Yo lo mantuve tapado hasta que salí a la pista, ese título también está en el palmarés del Madrid». Hasta el final de sus días, siempre estaba pendiente de lo que hacía el equipo de su vida.

En su palmarés lucen 37 títulos además del oro olímpico en Roma 1968 y la plata en dobles, aunque era un deporte de exhibición. Ese mismo, con el nacimiento de la Era Open, se hizo profesiona­l, pues hasta entonces actuaba como amateur porque en el tenis, por así decirlo, había dos categorías. En la de profesiona­les, los jugadores no podían participar en la Davis ni en los grandes eventos.

Mutua Madrid Open

Una vez colgó la raqueta (oficialmen­te en 1973), Santana siempre estuvo en contacto con el deporte. Fue miembro del salón de la fama del tenis y se le nombró capitán del equipo nacional de la Copa Davis en dos ocasiones (198085 y 1995-99). Además, desde que nació el Masters de Madrid, lo que ahora es el Mutua Madrid Open, actuó como director, aunque ya en los tres últimos años cedió el testigo a Feliciano López y el se quedó con el cargo de presidente de honor.

Santana, el gran Manolo, tuvo también una vida privada repleta de capítulos. Se casó en cuatro ocasiones: con María Fernanda González-Dopeso, de 1962 a 1980, con quien tuvo tres hijos (Manuel, Beatriz y Borja); con la televisiva Mila Ximénez (1983-1986), con quien tuvo a Alba; con la modelo sueca Otti Glanzielus (1990-2008); y con Claudia Inés Rodríguez, con quien vivía en la actualidad en Marbella. Tuvo, además, una hija con Bárbara Oltra.

Santana era un personaje estupendo, carismátic­o y educadísim­o. Afable en el trato, fue siempre un placer charlar con él, pícaro cuando recurría a la broma facilona sobre sus andanzas, genial incluso cuando el cuerpo ya empezaba a limitarle. En Puente Romano, Marbella, se ponía cada día durante al menos una hora a pegarle a la pelota, el toque no lo perdió jamás, y siempre lanzó la pregunta de qué harían los tenistas de ahora con las raquetas y los materiales de antes. Escribió numerosas columnas con ABC, un periódico que le dedicó todo el cariño de sus páginas y que le despide con todos los honores. Porque Manolín, ese niño que fue a llevar el bocadillo olvidado a su hermano a Braulio, pasó a ser el gran Manolo, Supermanol­o, pionero y un campeón para siempre.

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LA HAZAÑA DE WIMBLEDON
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EFE/AFP

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