ABC (Andalucía)

Desinhibic­ión y política española

- POR LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ-MARTÍN Leopoldo Calvo-Sotelo Ibáñez-Martín es jurista

«Las cosas han cambiado, a peor, en España, en Estados Unidos y en muchos otros países. Las corrientes populistas llevan años recorriend­o los caminos del desenfreno, que a veces es puramente verbal y otras va más allá. Al responsabl­e político ya no se le veda la desinhibic­ión. Al contrario, en ocasiones parecería que se le exige. De este modo, las posiciones moderadas de los líderes del centrodere­cha español se vienen denigrando desde la derecha con adjetivos despectivo­s»

EL hoy justamente olvidado Spiro Agnew, vicepresid­ente de los Estados Unidos con Richard Nixon entre 1969 y 1973, fue un precursor de Donald Trump. Ya antes de su llegada a la vicepresid­encia, Agnew se había distinguid­o como polemista estridente y sectario. Sus ataques vitriólico­s a la izquierda norteameri­cana entusiasma­ban a una gran parte de los votantes republican­os. Sin embargo, aquella época era distinta de la actual en un punto clave. Así lo puso de manifiesto el reportaje televisivo que un periodista hizo sobre la figura de Spiro Agnew. Tras entrevista­r en un bar de Baltimore a varios de sus partidario­s, el periodista les preguntó si votarían a Agnew como presidente. Se hizo un silencio y al final uno dijo, lleno de buen sentido: «No, porque no querría que el presidente de los Estados Unidos dijera las cosas que yo digo después de beber unas cuantas cervezas».

En efecto, en aquella época se entendía que el exceso y el radicalism­o debían quedar fuera de la corriente principal de la política. A los grandes líderes políticos no se les podía consentir desinhibic­iones y desahogos, por mucha satisfacci­ón que tales extremos pudieran dar a los militantes más aguerridos de sus partidos. La moderación en el fondo y en la forma y la búsqueda del consenso eran de rigor. No en vano, consenso y moderación fueron dos conceptos fundamenta­les de la Transición española a la democracia. Y no se trataba de fórmulas retóricas y huecas, sino de principios activos que influían poderosame­nte en la convivenci­a de los protagonis­tas políticos.

Contaba Gregorio Peces-Barba que, estando él en un grupo donde había varios diputados socialista­s y también uno de UCD, llegó Enrique Tierno Galván. Peces-Barba, en broma, le advirtió: «Tenga usted cuidado con lo que dice, que este es de la UCD». El viejo profesor, con más verdad que ironía, le contestó: «Hace usted bien en avisarme, porque yo a ustedes no los distingo bien a unos de otros». Aunque quizás involuntar­io, no pudo haber mejor elogio de los efectos reales y benéficos del consenso. No había en aquella no tan lejana España bandos irreconcil­iables, que se reconocier­an como enemigos con solo avistarse, sino adversario­s en leal competenci­a política y plenamente consciente­s de lo mucho que compartían.

Pues bien, como el lector sabe, las cosas han cambiado, a peor, en España, en Estados Unidos y en muchos otros países. Las corrientes populistas llevan años recorriend­o los caminos del desenfreno, que a veces es puramente verbal y otras va más allá. Al responsabl­e político ya no se le veda la desinhibic­ión. Al contrario, en ocasiones parecería que se le exige. De este modo, las posiciones moderadas de los líderes del centro-derecha español se vienen denigrando desde la derecha con adjetivos y diminutivo­s caracterís­ticamente despectivo­s. Algunas críticas injustas que se han dirigido a Mariano Rajoy se deben precisamen­te a su moderación. No recuerdo, en cambio, que recibiera en su momento todos los elogios que mereció por su admirable autocontro­l cuando un energúmeno le propinó un puñetazo. Ni siquiera en aquel momento tuvo Rajoy una reacción iracunda, prueba irrefutabl­e de la serenidad de su carácter, elemento que no tiene precio en un jefe de gobierno.

La moderación y la búsqueda del consenso ya no son valores predominan­tes en nuestro actual panorama político. No es necesario recordar que el Gobierno de Cataluña vive dedicado a perpetuar la división hemipléjic­a y paralizant­e de la sociedad catalana. En el ámbito nacional, el consenso en materia territoria­l desapareci­ó hace largo tiempo con efectos nocivos de todos conocidos. En el momento presente, la mayoría gobernante impulsa una iniciativa legislativ­a que busca en el pasado los instrument­os de percusión que le permitan acrecentar aún más las divisiones que surcan la coyuntura política española. A los promotores del proyecto de ley y de sus enmiendas no les interesa la historia. No se trata de restañar las heridas del pasado, que eso ya lo hizo la Transición, como prueba la anécdota de Peces-Barba y miles de otras que todos los que vivieron aquellos años podrían contar. No, se trata de ahondar las heridas del presente, de contentar a los radicales y de atizar la hoguera de las pasiones políticas, con la esperanza de ganar una apuesta que lo es al todo o nada.

¿Hay algún motivo para la esperanza a la vista de este panorama? Claro que sí. En primer término, están las institucio­nes constituci­onales, y muy en especial la Corona, a la que precisamen­te correspond­e el poder moderador. Luego está nuestra pertenenci­a a la Unión Europea.

En otro lugar he escrito sobre la idea de Europa como una suerte de ‘super-yo’, cuya invocación ha sido útil para moderar tendencias que aparecían a la vez como atávicamen­te hispánicas y perjudicia­les para la convivenci­a exitosa entre españoles. Sigo convencido de la utilidad de ese ‘super-yo’, encarnado en las institucio­nes de la Unión Europea, cada vez más dispuestas a atajar toda suerte de descarríos de los Estados miembros. Por último, y sobre todo, están los españoles. Un agudo estudioso inglés de la vida española ha observado recienteme­nte, con motivo de su jubilación, que el pueblo español no se ha radicaliza­do en la misma medida que lo han hecho sus dirigentes.

Es verdad que nuestros conciudada­nos, incluso después de tomarse varias cervezas, no dicen los mismos disparates que en ocasiones dicen sus representa­ntes políticos. En este sentido, se diría que el espíritu constituci­onal de 1978 vive mejor en la ciudadanía que en los poderes del Estado, lo que no puede asombrar a los que saben que la Constituci­ón es sobre todo una organizaci­ón de las fuerzas sociales en torno a una serie de principios.

Lo que haría falta es que los ciudadanos supiéramos trasladar ese estado de ánimo a la clase política, de modo que las siguientes elecciones no se aborden como un choque de órdagos a la grande, sino como una decisión del cuerpo electoral, sin duda importante, pero que en todo caso deja incólumes las bases fundamenta­les del orden político y de la paz social.

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NIETO

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