DE LAS MEDIAS IRROMPIBLES A LAS BOMBILLAS ETERNAS
El día que Benito Muros ‘descubrió’ la bombilla de Livermore, que lleva 120 años encendida, decidió dedicarse a combatir la obsolescencia programada, una práctica que ocasiona miles de millones de toneladas de residuos y un gasto extra de 60.000 euros a cada consumidor
Benito Muros hizo un viaje de vacaciones en 1999 a California y por casualidad visitó la antigua estación de bomberos de Livermore, donde se encontró con la famosa bombilla que lleva encendida 120 años, es decir, más de un millón de horas. «Me pregunté cómo se podía fabricar antes una bombilla que durara tanto, cuando las de ahora duraban tan poco. Empecé a investigar sobre ese tema y me choqué de frente con el término obsolescencia programada, del que no había oído hablar antes. Vi que no solo las bombillas, sino que todo tipo de aparatos electrónicos estaban diseñados para fallar en un tiempo predeterminado por el fabricante».
Así empezó la batalla de este economista cordobés que vive en Cataluña contra la obsolescencia programada, una práctica que, según los expertos, ocasiona un gasto de entre 50.000 y 60.000 euros a lo largo de la vida a cada consumidor, que solo en la Unión Europea genera 14.500 millones de toneladas de basura electrónica cada año y que contribuye al agotamiento de las materias primas.
Cuando Muros empezó hace poco más de veinte años a advertir de esta práctica en colegios y universidades, nadie le creía. «Me decían que cómo iban a permitir los gobiernos que se hiciera esta trampa». Sin embargo, el acortamiento de la vida útil de los productos tiene una larga historia.
El precedente más conocido fue la creación del llamado Cartel Phoebus en 1924 por parte de los principales fabricantes de bombillas de la época, que establecieron en mil las horas de vida media que debía tener una bombilla. Antes de este acuerdo, «la empresa española Lámparas Z garantizaba 2.500 horas en su publicidad», recuerda María Rodríguez, experta en Consumo Responsable.
Poco después, tras el crack del 29 en Estados Unidos, los americanos se preguntaron «qué hacer para mover la economía y crear empleo», relata Benito Muros. Fue entonces cuando las empresas estadounidenses decidieron crear «productos que duraran poco. Empezaron con las bombillas y le siguieron los aparatos electrónicos». En aquellos tiempos, a nadie le preocupaba el cambio climático, ni el agotamiento de materias primas ni la cantidad de residuos que iba a generar este consumo descontrolado.
La irrupción del nylon
Aunque la aparición de nuevos materiales tenía que haber originado productos cada vez más eficaces y duraderos, algunas empresas evitaron que la calidad restara rentabilidad a sus negocios. Ese fue el caso del nylon, una fibra sintética que irrumpió en 1940, cuando se presentaron las primeras medias irrompibles de la historia. Las mujeres que se las probaron se quedaron sorprendidas por su resistencia y porque no se hacían carreras; incluso, hay filmaciones de la época en la que se utilizan medias de nylon para remolcar coches. Pero sus fabricantes pronto se dieron de cuenta de que aquello podía no ser rentable y redujeron deliberadamente la resistencia de las medias.
Esta práctica se fue extendiendo y «se incrementó de forma masiva a partir de los años sesenta, cuando se inició el modelo de crecimiento actual de comprar-tirar-comprar», explica Muros.
Además, con el paso del tiempo, la obsolescencia fue adquiriendo distintas formas. Según María Rodríguez, está la obsolescencia programada propiamente dicha, que consiste en reducir la vida útil de un producto; la indirecta, derivada de no poder repararlo cuando se avería; la obsolescencia por incompatibilidad, que es el caso de los programas informáticos que dejan de funcionar al actualizar el sistema operativo, y la psicológica, provocada por las campañas de ‘marketing’ que hacen que los consumidores perciban los productos como desfasados.
El descubrimiento de la bombilla de Livermore impactó a Muros de tal manera que, once años después de su viaje, decidió fabricar una bombilla led «que durara lo máximo que permitiera la tecnología, con la ayuda de unos ingenieros y con materiales que se utilizan en aviación civil, donde no se practica la obsolescencia programada».
Productos que duren poco
Una vez superadas las dificultades técnicas, el problema surgió cuando intentó comercializar la bombilla: «Vi que era imposible porque las cadenas de producción preferían productos que duraran poco». Como consecuencia, Muros decidió crear una fundación –la Fundación Energía e Innovación Sostenible sin Obsolescencia Programada (Feniss)– para difundir en qué consiste esta práctica e impulsar leyes que promovieran su final.
Desde la fundación también se propuso crear un modelo alternativo que permitiera a los ciudadanos elegir productos reparables y duraderos. «Por ello, diseñé el sello Issop, que distingue a las empresas que fabrican de forma sostenible». Después, el Ministerio de Transición Ecológica sacó su propia etiqueta, que está inspirada en la de Muros y en la ley francesa.
Su lucha le llevó a Bruselas, donde se plantó hasta que le atendieron y en 2014 la Comisión Europea elaboró el primer dictamen que reconocía públicamente la existencia de la obsolescencia programada. Además, Europa empezó a animar a los estados miembros a legislar sobre esta cuestión. Francia e Italia fueron los primeros en hacerlo, «pero se encontraron con grandes problemas porque las industrias invierten miles de millones en ocultar la obsolescencia programada, y los gobiernos invierten cero euros en descubrirla».
Según Muros, aunque las leyes prohíban esta práctica, a los jueces les resulta muy difícil sancionar a las empresas que la utilizan porque aunque «técnicamente sí es posible determinar si un producto se ha fabricado con obsolescencia programada, no hay peritos judiciales que hayan sido entrenados para detectarlo porque estas técnicas están ocultas».
Los estudios de la OCU
En España, el primer político que habló de combatir la obsolescencia programada fue Julio Anguita, de IU, en la campaña electoral de 1993, pero en aquellos tiempos casi nadie sabía qué significaban aquellas palabras. En 2015, el PSOE incluyó por primera vez en su programa electoral la prohibición y penalización de esta práctica y con el tiempo Ciudadanos y después el PP se posicionaron en contra de la obsolescencia programada.
Pero poco se ha logrado desde entonces. De hecho, tanto la organización de consumidores OCU como Facua llevan años reclamando productos duraderos y que se puedan reparar. Según un estudio de la OCU, la duración habitual de un gran electrodoméstico (lavadoras, secadoras, lavavajillas y frigoríficos) ronda los once o doce años, aunque varía entre las distintas marcas; la de una impresora es de seis años y de una televisión, de ocho años y tres meses. En opinión de Muros, prácticamente a todos los aparatos se les puede acortar la vida útil. «Hay frigoríficos que pueden durar entre dos y catorce años, pero hoy se podrían fabricar neveras que duraran más de sesenta años. Si se quiere se puede», sostiene. Precisa que «los aparatos más afectados por la obsolescencia programada son los teléfonos móviles, ya que, por un lado, utilizan componentes electrónicos de baja durabilidad y, por otro, se puede actuar sobre los ‘software’ de forma remota, limitando la vida de la batería o la capacidad de la memoria».
Tres años de garantía
Según Muros, en España el principal avance ha sido la Ley de Economía Circular y la etiqueta de durabilidad. Ello supondrá que, a partir de enero, la garantía de los aparatos electrónicos aumentará de dos a tres años y habrá una etiqueta de durabilidad, que va del uno al diez, siendo el uno nada reparable y diez fácilmente reparable por el propio consumidor. El problema es que, de momento, esta etiqueta se implantará de forma voluntaria. «Esta norma lleva tres años funcionando en Francia, donde al principio también fue voluntaria y no sirvió para nada hasta que se hizo obligatoria», sostiene el fundador de Feniss.
Muros también reconoce que en los últimos tiempos los discursos han cambiado, pero de forma insuficiente. «Si oímos los discursos de los políticos y de las empresas, estamos mejor, porque ahora todo el mundo habla de sostenibilidad, pero la verdadera sostenibilidad es otra cosa», advierte. Por ello, desde su fundación sigue luchando para «crear leyes que alarguen la vida útil de los productos y conseguir que sean fácilmente reparables, para que no haya que desecharlos y no generemos los 14.500 millones de toneladas de residuos electrónicos que se cuentan cada año en la UE». También «para que no consumamos los 64.000 millones de toneladas de materias primas que consumimos en la UE, cuando la naturaleza solo regenera el 50 por ciento». Y, por último, para evitar los gastos que la obsolescencia programada ocasiona al consumidor.
A pesar de sus graves consecuencias, solo entre un 17 y un 25 por ciento de los europeos del norte (también los franceses) están sensibilizados con la obsolescencia programada. En España, con un 7 o un 8 por ciento, todavía queda mucho trabajo por hacer.