ABC (Andalucía)

LOS LÍMITES DE LA PANDEMIA

La irrupción de la sexta ola ha abierto agrios debates sobre la tercera vacunación en adultos y la primera en niños, o sobre el pasaporte Covid. Pese a todo, la vacuna es imprescind­ible

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LA sexta ola del coronaviru­s ha vuelto a poner de manifiesto la coexistenc­ia de varios debates cada vez más radicaliza­dos y desenfocad­os, plagados de verdades absolutas, dogmatismo y pensamient­o único. Y eso es precisamen­te lo que hay que evitar en una pandemia con un virus que muta de manera incierta e impredecib­le, y para el que de momento no hay remedios infalibles, ni preventivo­s ni curativos. Se trata de un debate cada vez más enconado, cada vez más intoxicado, y cada vez más tendente a manipular a la opinión pública en busca de adeptos y militantes más que de ciudadanos. De fondo, hay dos discusione­s, la del límite permisible de restricció­n de libertades en una situación tan excepciona­l, y la del alcance de la seguridad sanitaria y del derecho a asegurar la salud pública colectiva. El primero ya ha sido resuelto por el Tribunal Constituci­onal y los distintos tribunales jurisdicci­onales, y cada autonomía lo afronta con autorizaci­ones judiciales como mejor sabe y puede, aunque Pedro Sánchez nunca tome nota de nada. En cambio, el segundo, en esta nueva etapa de la pandemia, abre a su vez tres debates sustancial­es: el de la tercera dosis y la obligatori­edad o no de vacunar, por ejemplo para poder trabajar; el de la vacunación de los niños; y el de la imposición del pasaporte Covid.

La comunidad científica avala con certezas el valor y el éxito de las vacunas diseñadas, probadas y fabricadas en tiempo récord, como nunca antes ocurrió en la historia. Su resultado, aparte de los condiciona­mientos morales de cada cual, está siendo efectivo. La evidencia es que la tasa de mortalidad y de dolencias severas ha disminuido cuantitati­va y cualitativ­amente, al igual que los ingresos en las UCI. Las vacunas han sido un avance indiscutib­le por más que el negacionis­mo se afane en demostrar lo contrario. Por tanto, si la comunidad científica mayoritari­a, y con ella los poderes públicos, recomienda­n la aplicación de terceras dosis a la población más expuesta por su edad, o por cualquier otro riesgo o dolencia, lo elemental es seguir vacunándos­e. Se trata de aminorar en lo posible el peligro del virus, y eso sí está científica­mente demostrado. Y todo, con criterios de protección del bien común, de racionalid­ad y observanci­a médica, y de lógica basada en la experienci­a. Con la vacunación masiva, los contagios graves y la letalidad han disminuido, y esa no es una razón menor. Respecto a la vacunación obligatori­a, países como Italia o Austria la han impuesto para poder trabajar, por ejemplo. Pero en España ese debate hoy es impensable, y no se ha abierto porque legalmente no puede forzarse a nadie sin una reforma constituci­onal.

La vacunación de los niños está repleta de matices. Se ha demostrado que o son más inmunes que los adultos, o que la transmisió­n tiene en la inmensa mayoría de los casos consecuenc­ias leves. Pero en efecto, se contagian y pueden contagiar. De cualquier modo, con sus pros y sus contras, y respetando la libertad de padres y tutores, el criterio científico mayoritari­o sostiene que vacunando a los menores de 12 años los beneficios para la colectivid­ad serán mayores que los daños. El binomio ‘a más vacuna, más seguridad global’ ha quedado probado durante el último año. Sostener que los niños se convierten así en conejillos de indias porque se les inocula un virus que puede ocasionarl­es enfermedad­es alternativ­as, incluso coronarias, es alentar un discurso del miedo inaceptabl­e. Como todo en medicina, siempre hay excepcione­s y ningún organismo reacciona igual que otro. Pero declarar la guerra a la vacunación masiva es irresponsa­ble, y muchos argumentos de quienes lo hacen caen por su propio peso porque están repletos de bulos y medias verdades, cuando no de mentiras categórica­s.

En este contexto, también la exigencia del pasaporte Covid es admisible siempre que se haga de modo convenient­emente regulado –no lo está aún en España por la indolencia del Gobierno para dotar a las autonomías de herramient­as clave– y, sobre todo, siempre que se acometa de modo coherente y sin penalizar a unos sectores empresaria­les en detrimento de otros. El pasaporte necesitarí­a de un criterio legal común que hoy no existe en España, y eso es responsabi­lidad del Gobierno, que debe dejar de descargar en cada autonomía una responsabi­lidad sobre salud pública que debe ser estatal y ser asumida en una ley de pandemias. Rebelarse contra la realidad es absurdo: el virus sigue ahí, y en cada ciclo daña de una manera distinta. Pero si algo han demostrado estos dos años de lucha global es que solo se aminoran sus efectos con responsabi­lidad individual y colectiva y, desde luego, con vacunación masiva.

Aparte de los criterios morales de cada cual, el valor y el éxito demostrado­s por las vacunas son incuestion­ables. La tasa de mortalidad y las dolencias severas han disminuido sensibleme­nte pese al rebrote

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