Derecho a dudar
Vivimos entre obsesos del virus y negacionistas. ¿Nos dejarán en paz?
Entre los militantes acérrimos de la vacuna o del pasaporte que reduce tu vida a un código QR, y los negacionistas enfadaditos porque su verdad suprema y prepotente se ignora, no me quedo con ninguno. Entre los histéricos de la inmunización, esos dogmáticos obsesos del miedo que te fulminan con la mirada por una tos ocasional, y los histriónicos que ven en la pandemia un invento de la usura farmacéutica, aquí ya nadie concede un día a la libre conciencia. Admito no tener opiniones extremas, aunque no sea lo imperante. Comparto y rechazo argumentos de unos y de otros, y no levito dictando sentencias categóricas frente a nadie.
Asumo la salud colectiva como esencial, y me niego a consagrar un derecho individual a contagiar. Me repele tanto esencialista de la selección natural que después se atiborra de ibuprofeno porque se nota ‘destemplado’. Pobre cursi. Pero a la vez no comparto que haya quien pretenda hurtar un derecho, trabajar por ejemplo, por ejercer otro derecho, no vacunarse, si cumples a rajatabla los protocolos. Y no entiendo que un restaurante admita a un menor sin vacunar –‘contagiable’ y contagioso–, y sí te niegue mesa a ti si no te tatúas el QR en la frente. O que exijan el pasaporte para cenar, pero no para ir en metro o al banco... suponiendo además que un camarero o un portero de discoteca tengan legitimidad para conocer datos confidenciales de tu salud –¿qué ley racional les habilita?–, o suponiendo que alguien me reconozca a mí el mismo derecho a exigir el QR salvador a cada cocinero, pinche o ‘sommelier’ que acechen mi plato. Y no, no entiendo al antivacuna que sí se vacuna, pero hasta la incongruencia psicópática del insolente es un derecho.
Lo admito. Me sublevan los ‘hooligans’ de la pandemia, en un sentido o en su contrario. Entre el borreguismo que consume doctrina intransigente sin masticar, y los exégetas del contagio universal para superar al virus, se imponen la lógica y la ética de las cosas sin que me encasillen y manipulen. Llámenme imbécil, ingenuo, cagón, sumiso o rebelde, coherente o contradictorio... El ‘hombre blandengue’ del Fary, qué se yo. Sin vacuna, morían mil personas al día. Con ella, ahí está la estadística. Sin vacuna, hay contagios. Con vacuna, también, pero menos letales. Y con el pasaporte hay de todo. Pero déjennos en paz unos y otros si la vida nos llena de dudas, que para certezas ya está la muerte.