ABC (Andalucía)

Cuento de Navidad

Él era quien había metido el Covid en casa y no lograba perdonarse que se hubiera llevado a la persona equivocada

- IGNACIO CAMACHO

CUANDO falleció su mujer en vísperas de Navidad se le mezcló el dolor con un sentimient­o de culpabilid­ad y un latigazo de rabia. Él era quien había metido el Covid en casa y no lograba perdonarse que se hubiera llevado a la persona equivocada. Quizá por eso volvió a rezar como nunca lo había hecho en años durante las semanas que ella pasó intubada, pero el desenlace fatal le provocó una amargura proporcion­al al fracaso de su esperanza. Encajó como pudo el estacazo sin dejar escapar una lágrima y concentró su esfuerzo en aplacar el desconsuel­o de su hija embarazada. La mantuvo alejada de las sórdidas gestiones funerarias y tras el breve responso en una intimidad obligada le prohibió acompañarl­o a esparcir las cenizas en la costa mediterrán­ea, al lugar en que el matrimonio había sido feliz viendo jugar a la niña en la playa. Se fue solo, con el móvil apagado, conduciend­o con una inercia automática sin mirar la bolsa que llevaba a su lado. En el trayecto le asaltó algún pensamient­o suicida, la tentación de ir a buscarla con un simple volantazo que acabara con todo en algún tramo solitario, y lo ahuyentó pensando en las veces que habían discutido especuland­o sobre la hipótesis desoladora de que la eternidad fuese un desengaño. En un momento incluso imaginó cuánto le habría divertido a ella saber que su largo coma lo había empujado a un arrebato apremiante de fe en los milagros.

La costa lo recibió con un atardecer mágico, un fabuloso incendio de nubes rojizas reflejadas en un mar violáceo. Se fue directo a un rompiente donde durante muchos veranos se abrazaron con la sensación de plenitud eterna de los enamorados. Le dio la espalda al viento para esquivar la broma macabra de que las cenizas le diesen en la cara y al vaciar el recipiente hacia el agua sintió un pellizco de oquedad en el alma, como si fuera la memoria de su propia vida la que se disipaba en el agua. Condujo de vuelta muy deprisa. La carretera de noche estaba casi vacía, en la radio sonaban villancico­s entre las noticias y algunos pueblos se le antojaron belenes iluminados sobre las colinas. Al llegar aún no había brotado el alba. Encendió el teléfono y se tumbó vestido en la cama. Tenía algún pésame tardío, muchos mensajes triviales y uno de su hija que lo levantó como una descarga. El estrés le había adelantado el parto y el ginecólogo la reclamaba de urgencia para una probable cesárea. En el vestíbulo del hospital había gente con mascarilla­s y un árbol decorado con luces gélidas. Un enfermero amigo se jugó el puesto para permitir que subiera con su yerno a la habitación de la parturient­a. Allí, ante la placidez durmiente del recién nacido, la emoción del padre y el sopor de la madre aún aturdida por la anestesia tuvo el pálpito de que aquella especie de portal viviente en el día de Nochebuena era el guiño con que la existencia le intentaba redimir de la tragedia.

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