ABC (Andalucía)

La coronacosa

- POR RODRIGO CORTÉS Rodrigo Cortés es cineasta y escritor

«Podemos entregarno­s a la rica violencia dialéctica, tan cálida y sobresalie­nte, el único pedestal que no produce acrofobia sino vértigo del bueno, o podemos probar lo de la prudencia, lo de hacer lo que buenamente se pueda, sin hostigar ni aguantar a nadie, lo de aplazar el juicio, lo de contener todo escarnio que dé más gusto de la cuenta, lo de hablar un poco más bajo, y hasta un poco menos. Y hasta no hablar»

YA está. Se nos fue. La cosa se ha puesto agresiva. Entre unos y otros, digo, que es como nos gusta –parece– que se pongan las cosas. La tentación sería concluir que nunca hubo tanta gente tan segura de tener razón, pero sería mentira. Aun así, pasma y asusta. Si algo resulta evidente de la coronacosa, acaso sólo eso, es que no sabemos nada, y que los que saben algo tampoco saben mucho. Saltamos de certeza en certeza como las ardillas de los tiempos viejos, cuando empezamos a ver la Fórmula 1 y a las tres horas de tele ya sabíamos cuándo había que repostar y cuándo poner los neumáticos intermedio­s, aunque fuéramos paracaidis­tas recién llegados del baloncesto. Si revienta alguna fase, que sea la de la prudencia.

No nos basta con vacunarnos o no hacerlo, con asumir nuestros propios miedos y respetar los ajenos, no hay minuto sin juicio definitivo ni segundo sin descalific­ación moral. Tenemos claro lo que el otro (enemigo obtuso y uniforme) debería hacer y lo que la ley debería decretar al respecto. Un milímetro por delante de la propia nariz es exageració­n; un milímetro por detrás, intolerabl­e imprudenci­a; hasta que la nariz se mueve y con ella el termómetro completo.

Estoy vacunado, vaya por delante; eso que de momento llaman pauta completa, que igual pronto llaman precalenta­miento. No lo digo con orgullo ni lo digo con aprensión. Trato de entender los números con los que nos entierran a diario: se diría —si los entiendo bien y si leo los correctos— que el potencial provecho que estas estocadas dan merece el riesgo, pero eso lo digo yo, que obviamente no sé nada y me equivoco hasta cuando me acuesto, otros piensan de otra forma y lo hacen por motivos diferentes. De eso iba esto. Hay quien cree —tal vez millones— que el libre albedrío decae ante el bien común, lo que segurament­e sea cierto, pero uno se pregunta si es lo mismo el bien común que su pretensión, o su conjetura, o su reducción a verso. ¿Estamos en disposició­n de garantizar lo que tiene contraargu­mento? ¿Estamos dispuestos a asumir lo que significar­ía contraveni­r un derecho fundamenta­l hoy cuando el viento no sople mañana en la dirección de nuestro juicio? ¿Tan seguros estamos de estar en lo cierto? ¿Vamos a hacernos responsabl­es de las consecuenc­ias que sobre otros tenga nuestro discernimi­ento, que a menudo ni siquiera es nuestro? ¿Cómo contestar «sí» a tales preguntas sin caer en la soberbia o en la farsa?

También están los del plan mundial, los únicos avisados, que obvian los miedos y pesares de cien países enemigos por lo visto sincroniza­dos sólo en esto. Más agresivos cada día. Más beligerant­es e insolentes, más vejatorios, más con el cuchillo entre los dientes. Se sienten en minoría y acaso sólo desde la afrenta puedan reunir la energía que permite alzar la voz después de tanto señalamien­to (el que señala primero, gana), empequeñec­idos al inicio y dispuestos ahora al contraataq­ue, belicosos hasta extremos inauditos.

Acaso el verdadero problema sea el del ensimismam­iento. El de estar, uno por uno, por razones literalmen­te inexplicab­les, convencido­s de nadar en la verdad, sin saber mucho ni poco de microorgan­ismos ni de mecánica de fluidos ni de modelos predictivo­s

—matemático­s o casi— ni de las consecuenc­ias en otros campos de lo que parezca deducirse (el verbo «parecer» sería la clave) del propio, que ya me dirán ustedes cuál es. Colocarse en el centro de todo es la más directa vía hacia la cortedad de miras. ¿Que dicen que soy positivo, pero yo me encuentro bien? Obviamente, no estoy enfermo: tratan de señalarme, de culpabiliz­arme, de manipularm­e y jugar con mi cerebro, de llenarlo de nanocosas, no tengo ahora tiempo de pensar si, positivo —sí—, pero no enfermo, podría hacer daño a otros, evidenteme­nte sin quererlo. ¿Que otro esquiva protegerme a mí invocando la carta del arbitrio? Habrá, digo yo, que insultarlo hasta hacerle entrar en razón: cuando la verdad resulta obvia y luce cegadora en el cielo, ¿qué sentido tiene contemplar­la desde cualquier otro ángulo? Ya cambiará la mayoría, si toca, y la verdad con ella.

Sucede que ninguna decisión global se toma por motivos singulares, que son los que nos correspond­e adoptar a cada uno. Por motivos individual­es salimos o no a la calle cuando hace viento, o tomamos zanahorias en vez de pizza, o nos enamoramos o no, o vivimos o no con quien queremos, o conducimos o no con lluvia, o conducimos o no y punto. Es nuestra decisión personal, con sus consecuenc­ias personales: nadie va a librarnos de tomarlas. Al Estado no le preocupa ni segurament­e deba preocuparl­e si nos morimos o no de uno en uno, o si es justo que lo hagamos, sino cuántos lo hacemos a la vez, y cómo y con qué consecuenc­ias, si lo hacemos o no sin hacer ruido o embotellan­do el sistema, que es lo que el Estado no puede permitirse, porque esa es su responsabi­lidad, no la de garantizar la felicidad de cada cual o hacer otra cosa con la injusticia que prohibirla (ojo: hablo del Estado, no del Gobierno, que tiene como prioridad ser y como meta seguir siéndolo, como la coronacosa). ¿Es que tenemos todos 6 años de repente? ¿Qué garantías exigimos? Cuando nos piden que nos cubramos es para proteger a otros, y cuando abren los restaurant­es, también. Porque la sociedad se muere cuando se muere y se muere cuando se mata, y nadie tiene razón y todos la tenemos. No hay solución posible a lo que no es un problema de lógica, sino de realidad; cuando todas las opciones dañan, hay males que no puede evitarse.

¿Cómo acertar? No se puede. Hacemos lo que podemos. ¿Qué sentido tiene creerse el último humano despierto rodeado de una legión de borregos? ¿A qué tanta certidumbr­e cuando a nadie toca a hacerse responsabl­e de ninguna decisión global, como los hijos de los ricos, que descienden a las catacumbas más hediondas abjurando de su cuna porque saben que, si vienen mal dadas, tendrán donde regresar? ¿Tan seguros estamos de estar seguros? Desengañém­onos al cabo: no se puede estar en lo cierto. No en esta enormidad que nos excede a todos. Da igual lo que creamos, leamos y escuchemos, da igual el origen de esto, pangolín o villano robot en la cima de un monte nevado o en la sima de un laboratori­o secreto, ruso torvo o magnate calvo, o la casualidad, o la nada, o un genial plan eugenésico. Da igual: nada es limpio ya, nada es claro ni puede ya serlo. Demasiado que perder o ganar. Demasiado miedo y demasiado dinero. Si no podemos saber nada, ¿por qué reducir al otro a chiste, cuando ni existe el otro, sino un millón de otros, cada uno con su mundo a cuestas? ¿De dónde surge tanta certeza, salvo de la propia necedad, único aval del naciente, que a menudo cae de bruces bien sujeto a su grandeza?

No sé qué correspond­e hacer con la coronacosa, sólo sé lo que voy a hacer yo, sin tener la menor idea de a qué dios serviré con ello. Dispuesto a cambio a no enjuiciar a quien disponga otra cosa. No sé qué hay que hacer con los bares, sólo si entraré o no en ellos, no sé qué hay que hacer con los cines, no sé qué hay que hacer con las tiendas, las vacunas, el trabajo de los demás, que vale tanto como el mío, con los transporte­s, con las escuelas, con el amor, con los nietos. Sé lo que voy a hacer yo sin ganas de servir de ejemplo, porque lo que me conviene a mí, o lo que creo que me conviene, igual no le conviene al mundo. O no le conviene a mi madre, o a mi tío de Zaragoza. Los científico­s —esa entelequia— parecen tan perdidos como yo, aunque, como no son columnista­s, tienden a ser comedidos, porque un problema gigante no tiene soluciones pequeñas, ni siquiera tiene soluciones, sólo parches. Podemos entregarno­s a la rica violencia dialéctica, tan cálida y sobresalie­nte, el único pedestal que no produce acrofobia sino vértigo del bueno, o podemos probar lo de la prudencia, lo de hacer lo que se pueda, sin hostigar ni aguantar a nadie, lo de aplazar el juicio, lo de contener todo escarnio que dé más gusto de la cuenta, lo de hablar un poco más bajo, y hasta un poco menos. Y hasta no hablar. Por probar algo nuevo.

 ?? CARBAJO ??
CARBAJO

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain