La izquierda y las monjas invulnerables de Cartago
La buena conciencia de la izquierda tiene su fundamento en una continuidad gracias a la cual los hechos no salpican a las ideas
¿ En qué se distingue, moralmente, la izquierda de la derecha? ¿En ser menos corrupta? No, por ahí se andan las dos. Si se hiciera inventario de corrupciones posibles o probables, saldrían, imagino, más o menos empatadas. Lo característico de la izquierda es la buena conciencia. Una buena conciencia compacta, infrangible. Consideren a Irene Montero. Prosperó dentro de Podemos, y luego se instaló en el consejo de ministros, gracias a su relación sentimental con Pablo Iglesias. Nombró jefe de gabinete a su niñera. Los dos, Irene y Pablo, se compraron un chalé de campanillas tras contraer una deuda con un plazo de 30 años y un interés del 0,5%, plazo e interés que no se hubieran concedido a un español de tropa. Ninguna de estas cosas resulta especialmente edificante. Lo normal, es que Irene hubiese agachado el perfil en la esperanza de pasar inadvertida. Pero no, Irene ha sido, todavía es, una tribuna que alarga el índice y afea desde el ambón las faltas ajenas. Es una especie de Cicerón, solo que, en lugar de Catilina, el objeto de su ira y sus denuncias es la sociedad heteropatriarcal.
Pensemos en Zapatero. La interpelación moral, en Zapatero, asume fugas eucarísticas. Allí donde Irene dispara imprecaciones, Zapatero insta al bien y la virtud. Su gran hallazgo, más poético que político, ha sido la alianza de las civilizaciones. Aceptó el índice circunflejo, ese que imita la forma de su ceja, como el santo y seña con que los justos debían anunciar su común pertenencia a la iglesia zapateresca, trasunto improvisado y sociata de la Ciudad de Dios agustiniana. Zapatero, en fin, no ha dejado nunca de ascender a los cielos. Y sin embargo se ha comprometido, y comprometerse es compartir algo más que ideas, con una de las dictaduras más repulsivas de este siglo.
A mitad de camino entre Irene y Zapatero se encuentra Yolanda Díaz. Yolanda sonríe como sonríe el expresidente. Sonríe tanto, que parece en ocasiones que estuviese a punto de partirse de risa. En las cosas importantes, sin embargo, se halla más próxima a la ministra de Igualdad. Hace unas semanas, en el Congreso de los Diputados, Yolanda espetó a Macarena Olona que si Vox llegaba al poder, se iba a enterar de lo que es una calle levantada en armas. Yolanda se imaginó, o quiso que la imagináramos, como la mujer que, tocada con un gorro frigio, los pechos valientemente descubiertos y la bandera tricolor en la diestra, proclama la libertad de los franceses en el lienzo de Delacroix. Esto es absurdo. Yolanda es una intrigante, y todos sabemos, o sospechamos, que estaría abierta a transacciones perfectamente descriptibles con tal de seguir en lo alto del machito. ¿Cómo se atreve a copiar las fulminaciones de Saint Just? ¿O a revolver la explotación de las cuentas públicas con el anuncio de un nuevo milenio?
En los tres casos que les he enumerado, la respuesta es la misma. La buena conciencia de nuestra izquierda no es fingida. Es genuina, y tiene su fundamento en una especie de fractura, una misteriosa solución de continuidad gracias a la cual los hechos no alcanzan a salpicar a las ideas. Doy paso al lema o mote con que he encabezado esta columna. En el siglo III d.C., san Cipriano, obispo de Cartago, se las tuvo tiesas con unas monjas peculiares. Las monjas, que habían hecho voto de castidad, dormían con su diácono sin que ello obstara para que siguiesen sintiéndose irreprochablemente puras. Las quisicosas de la carne no afectaban al elegido, al que, protegido por la fe, podía entregar su cuerpo sin exponer su alma. Habría que explicar a nuestra izquierda que no sea como las monjas de Cartago. No basta con experimentar el fuego interno, intangible, de la gracia. Se requieren hechos, conductas. Al menos mientras rija la ley y, sobre todo, el sentido común.