Burlar la ley
Como en la pasada dictadura, el indulto de Juana Rivas supone un precedente que ha de desmoralizar más si cabe a los jueces
HA finalizado, al fin, la tragicomedia en torno a esa madre secuestradora de sus propios hijos (quien califica es la sentencia) que, mal asesorada por defensores de pacotilla y aclamada por una irreflexiva muchedumbre, decidió nada menos que desobedecer al juez y retener a su prole contra una sentencia firme. Con ello se perpetra de hecho el indulto de un Gobierno sin voluntad propia dejando en evidencia a una Justicia que soporta en silencio la campaña de descrédito organizada contra ella por el propio Gobierno que, contra el derecho inmemorial, ha olvidado el dictamen ciceroniano de que el juez no debe ni puede ser más clemente que la ley. Todo este largo psicodrama montado por cierto feminismo en torno a Juana Rivas no podrá beneficiar en absoluto el prestigio de la Justicia pero sí ha de perjudicar, quién sabe si de modo irremediable, a la confianza popular en la garantía que supone la Ley en sí misma. ¿O acaso es posible justificar que una condenada en firme se esfume sin dejar rastro –presumiblemente amparada por un insensato criterio oficial– y burle la decisión judicial a la sombra descarada del derecho de amnistía que el Gobierno posee, ciertamente, pero no para aplicarlo caprichosamente y menos a los condenados rebeldes?
Como en tiempos de la pasada dictadura, el indulto de Rivas supone un peligroso precedente que, sin duda posible, ha de desmoralizar más si cabe a unos jueces cuya probidad es puesta en solfa un día sí y otro también por cualquiera de los mindundis infiltrados en este Gobierno deconstructor que ve un rival a batir en la indispensable independencia de quienes tienen la pesada carga de juzgar libremente y en igualdad a los ciudadanos. Franco consagró en más de una ocasión a un partidario suyo presunto delincuente concediéndole la inviolabilidad en ciertas instituciones que gozaban de ese insensato privilegio y, desde luego, jugaba caprichosamente con la potestad de indultar como demostró en diversas circunstancias. Pero en una democracia, incluso en una tan deteriorada con la presente, aquella facultad del poderoso resulta inconcebible. Aquí ha ido a prisión, a pesar de los avales más favorables, igual un aldeano que arrancó unas protegidas matas de poleo que un camellito sorprendido como portador de algún psicótropo en cantidad no mayor que las que con frecuencia corrían por los despachos oficiales. ¿Qué suerte habría cabido a ambos si se les hubiera ocurrido alzarse galanamente contra sus temibles sentencias beneficiados por la propaganda mediática y por la protección oficial?
El indulto con calzador ofrecido a esta forajida no dejará de lastimar la ya desgarrada imagen de este Gobierno cimarrón pero, con seguridad, habrá asestado a la Justicia un golpe de imprevisible consecuencias.