Archivos y cenizas
«A eso que queda en la carpeta de un archivo primorosamente guardado, me doy cuenta ahora de que es a lo que van a llamar ‘memoria histórica’: un relato en el que falta lo esencial. Del cual, se depuró lo agrio, lo feo. O sea, la verdad: los infiltrados, los amigos que traicionaron a los amigos. Del relato amargo nada sabrá la ‘memoria histórica’. Porque a la memoria le consentimos sólo evocar aquello que deseamos haber sido. No lo que fuimos»
ES viernes, 10 de diciembre. 2021. Llevo horas ya de trabajo ante la pantalla del Mac. El campanillazo me interrumpe: un mail entra. Doy por hecho que será una más de las publicidades que se escurren como anguilas por los poros del anti-spam. Con desgana, me avengo a comprobarlo.
No lo es: «Archivo General del Ministerio del Interior. Con relación a su petición, interesada en información relativa a su persona, le comunicamos que revisando los fondos documentales obrantes en este Archivo General, hemos localizado referencia a un expediente policial a su nombre, que fue transferido en su día por este Ministerio al Archivo Histórico, donde puede dirigirse, con signatura XXX»
No lo esperaba ya. Hace meses que empecé a rastrear ese dosier Gabriel Albiac de la Brigada Político-Social franquista. Sabía que existía. Por una de esas anécdotas tragicómicas tan de mis años jóvenes. 1970, creo. Yo tenía 19. Mi pasaporte caducaba. Decidí renovarlo. El primer paso era obtener un certificado de buena conducta. Rellené el impreso. Pasados unos días, se me informó de que la solicitud había sido rechazada. No hay pasaporte. «Vaya usted a la Dirección General de Seguridad, en Sol, y allí le informarán de cuál es el problema». Allí me fui. ¡Qué remedio! Era el último lugar del mundo en el que podía apetecerme entrar.
Me atendió una apática funcionaria del otro lado de un mostrador de madera. «Me han negado el certificado de buena conducta, que necesito para solicitar el pasaporte». «Pues será que tiene usted antecedentes». «¿Yo? ¿Y qué antecedentes voy a tener yo?». A ese que dice «yo», poco peso biográfico le parece haber podido acumular en su vida anónima. «Bueno, bueno… Espere, que voy a comprobarlo».
Tardó poquísimo en regresar. Llevaba una gruesa carpeta en la mano. Golpeó con ella sobre el mostrador de madera, como para sacudirle un polvo imaginario. «Con que nada, ¿eh?». Me despedí como bien pude y salí zumbando. Con mis atónitos 19 años a cuestas. Pero el dosier existió. Yo lo vi. Por loco que parezca.
Y ahora es invierno de 2021 y tengo 71 años. Óscar Alzaga explicaba, hace pocas semanas, cómo él asistió a la sesión de consenso en la cual Santiago Carrillo y Rodolfo Martín Villa decidieron destruir cuantos archivos del franquismo juzgaron oportuno. Y aquello me removió la memoria y me vino la ocurrencia tonta de pedir el mío. No sería gran cosa para los historiadores, desde luego. Pero era mío. A las ocho y media de la mañana del 13 de diciembre, lunes, estoy entrando en el Archivo Histórico Nacional. Al cabo de muy pocos minutos, tengo en mis manos el dosier XXX de la policía política a nombre de Gabriel Pedro Albiac Lópiz, o sea yo.
Chasco monumental. No está completo. Se aprecia a la primera ojeada. Quedan sólo las cuartillas que dan razón de las medidas administrativas tomadas contra aquel pardillo. Pero ni una sola línea da cuenta de los seguimientos, denuncias, chivatazos sobre los cuales se funden tales medidas. Mi curiosidad por saber cuántos –no especialmente cuáles– de mis camaradas de esos años pudieran haber sido policías infiltrados o confidentes quedará para siempre frustrada. Nunca sabré lo que sucedía en las subterráneas galerías que horadaban nuestro territorio. Confieso que me incomoda tener que irme de este andurrial sin saberlo. Pero así será. Releo el Capítulo I del libro de Óscar Alzaga:
«No olvidaré nunca el impacto que, a principios de diciembre de 1977, me produjo la filtración de la orden del ministro del Interior para acometer la destrucción masiva del ingente número de fichas de quienes habíamos militado en la oposición democrática y la documentación escrita sobre nuestra actividad… Sin atender a las protestas, Rodolfo Martín Villa, como ministro del Interior, dictó la Orden de fecha 19 de diciembre de 1977 –no publicada en el BOE– dirigida al subdirector de la Guardia Civil y al director general de Seguridad, que dispuso unilateralmente ‘eliminar y destruir todos los antecedentes, informes y notas que existan en los archivos dependientes de las direcciones de la Guardia Civil y seguridad relativos a la pertenencia o participación de personas en actividades u organizaciones políticas y sindicales legalmente reconocidas’».
Y con el humo de las chimeneas purificadoras del pasado, se fue lo relevante –si algo hubo– de mi ficha. Lo único que me hubiera divertido saber: ¿quiénes, cuándo, con qué eficacia, fueron nuestros infiltrados?, ¿a cuántos de ellos aprecié o amé?
Lo que queda en la carpeta del Archivo Histórico Nacional es, así, tristemente ridículo. Quince cuartillas, fechadas entre 1970 y 1972. Perfectamente reiterativas. Los redactores policiales parecen muy interesados en dejar claro que: 1) debe serle negado al tal Albiac el certificado de buena conducta, 2) debe serle negada cualquier prórroga del servicio militar, 3) debe serle negado el acceso a la milicia universitaria, 4) debe serle rechazada cualquier solicitud de pasaporte. Las cuartillas reiteran, una y otra vez, los mismos puntos. Hasta que el tal Albiac consigue que su sanción se cancele: 28 de julio de 1972. Se debió reconsiderar luego tal largueza. Pero la nueva retirada de mi prórroga militar llegó –sin más explicaciones– en 1973, cuando yo vivía ya en París. Pensé en mandarlos a freír monas y quedarme allí para siempre. No lo hice. Me equivoqué. Me pasa mucho.
A eso que queda en la carpeta de un archivo primorosamente guardado, me doy cuenta ahora de que es a lo que van a llamar ‘memoria histórica’: un relato en el que falta lo esencial. Del cual, se depuró lo agrio, lo feo. O sea, la verdad: los infiltrados, los amigos que traicionaron a los amigos, aquellos que no supieron, o no quisieron, o no pudieron cargar con el coste excesivo de la épica. No, de ese relato amargo, nada sabrá la ‘memoria histórica’. Porque a la memoria le consentimos sólo evocar aquello que deseamos haber sido. No lo que fuimos.
Pedí al Archivo fotocopia del dosier. Nada más que por recuperar lo mío. Aunque lo sé tan sólo ceniza.
Gabriel Albiac es filósofo y escritor