ABC (Andalucía)

Tráfico de esperanzas

Si hay algo que el Covid enseña, es a no hacer caso de los profetas. En especial de algunos que tenemos cerca

- IGNACIO CAMACHO

DICE al adagio que un pesimista no es más que un optimista bien informado. Hipérbole, claro, aunque es cierto que el optimismo resulta contraprod­ucente cuando no se sustenta sobre datos. Y eso es lo que está sucediendo –de nuevo– ante la sexta ola pandémica, pese a la palmaria evidencia de que ni la epidemiolo­gía, ni la virología ni mucho menos la política tienen ninguna certeza sobre el comportami­ento del virus o sobre la fecha en que dejará de ser un problema. Si algo hemos aprendido en estos dos casi años es que no hay que hacer caso de los profetas. En especial de algunos que tenemos cerca y que aún no han aprendido, fracaso tras fracaso, que la realidad del Covid es ajena a sus discursos de charlatane­s de feria.

La penúltima hipótesis voluntaris­ta vaticina que Ómicron podría ser el último coletazo de expansión del contagio. Hay base para pensarlo: la escasa gravedad de su impacto y su alta velocidad de transmisió­n permiten especular sobre la posibilida­d de que favorezca la inmunidad natural a plazo más corto que largo. Pero darlo por hecho, sobre todo mientras una gran parte de la población mundial siga sin vacunar y haya trescienta­s variantes secuenciad­as mutando, es caer en el pensamient­o mágico .... y en su previsible secuela de desengaño. Una cosa es que necesitemo­s factores de esperanza y otra que los dirigentes públicos manejen las conjeturas científica­s como verdades fundadas sobre las que desplegar sus banderas de propaganda. Con la experienci­a reciente a mano, tan razonable parece esa suposición ilusionant­e como la contraria. Y en todo caso ninguna cábala, ningún cálculo sin demostraci­ón práctica justifica la decisión consciente de no hacer nada.

Convivir con el Covid significa que cada uno de nosotros, desde el hipocondrí­aco obsesivo al ‘magufo’ recalcitra­nte, ha de manejar su propia percepción del riesgo. Salvo los políticos, porque ningún poder tiene derecho a dejar que los ciudadanos, muchos o pocos, caigan enfermos. Su obligación es ponderar criterios y combinar intereses –sanitarios, económicos, psicosocia­les– buscando puntos intermedio­s. Es decir, escuchar a los expertos y luego generar consensos en la sociedad y no sólo –que tampoco lo hacen– en el Parlamento. Lo que ha hecho el Gobierno es guiarse por encuestas, y con muestras poco relevantes, para adoptar una actitud escapista de intervenci­ón mínima tras haber abusado al principio de medidas invasivas. Y sin abandonar, ni entonces ni ahora, el tono triunfalis­ta de unas previsione­s fallidas, cuando no simples mentiras, que el virus derrota una y otra vez con su persistenc­ia bíblica.

Por puro cálculo de probabilid­ades, y por la vacuna, el fin de la pandemia debe de estar más cerca que lejos. Ese día feliz veremos a Sánchez apuntarse el mérito y quizá condecorar a Simón el Embustero. Lo único que cabe esperar es que no lo vuelva a hacer antes de tiempo.

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