Ágata Lys en el Tívoli
Eran las mismas ganas las del desnudo y las de echar a Arias Navarro. Un mismo impulso nos hacía levitar con ellas y gritar contra él
SE ha ido tras mucho silencio, y esas fotos suyas me devuelven a la parte cachonda de la Transición, que había olvidado. Como otras actrices, brotó de aquella colección de bellezas en blanco y negro que fueron las azafatas del ‘Un, dos, tres...’. Había hecho Filosofía en Valladolid; puede que en manos de otros directores hubiera dejado grandes interpretaciones, por algo estudió también arte dramático. Pero su tiempo fue el de una España a la que le sucedía lo que a mí, que iba loca por ver carne. Claro que yo era solo un adolescente, lo que me da que pensar: mis sentidos seguían a mi edad, pero ¿qué demonios les pasaba a los mayores?
Lo de la represión y tal, la parte estúpida de la dictadura y la menos convincente de la religión. La censura sexual, que todos quisieron volar antes que la censura política. La prueba irrefutable es que así fue. Ágata Lys llevaba muchas películas a sus espaldas sin poder abrirse francamente a nuestra mirada cuando la censura al fin cedió, sin democracia.
El generoso encanto de las actrices del destape la precipitó. O sea, que el verdadero agente democratizador fue el embelesamiento compartido, la excitación en salas llenas de espectadores donde no se jadeaba por no derribar las reglas últimas del decoro. Aunque se habría jadeado, ya te digo.
Han tenido que pasar cuarenta y tantos años para que lo entienda: no había solución de continuidad entre la sala oscura y las ansias de cambio de régimen. Tenía los dos mundos separados siendo el mismo. De hecho estaban pegados. A Victoria Abril, a la Cantudo y a Ágata Lys las veneré en el Tívoli o en el Novedades, en el mismo tramo de la calle Caspe donde, además, tenía el colegio, los jesuitas. Por la tarde salía de la clase de primero o segundo de BUP, donde ya no llevábamos bata, y en vez de irme a casa a hacer los deberes, me metía en el cine sin la edad, a producir endorfinas y vete a saber qué más. Al salir, creyendo que cambiaba de realidad, bajaba por Paseo de Gracia a ver si se liaba en Canaletas con los grises. A armar bulla, mi contribución quinceañera a la democracia española.
Pero no había salto. Eran las mismas ganas las del desnudo y las de echar a Arias Navarro. Un mismo impulso nos hacía levitar con ellas y gritar contra ellos, siendo ellas las diosas paganas de nuestra transición de costumbres y ellos los pobres trabajadores uniformados que, a su pesar, encarnaban el pasado, el lastre intolerable, la prolongación colectiva de la minoría de edad. Los jóvenes ahora quieren censura. Pero los de aquellas manis (no manifas) éramos más jóvenes que este enjambre obediente disfrazado de revolución que solo conoce la lucha virtual. Éramos libres, valientes y pocos. La oposición callejera en Barcelona, hasta que fue seguro echarse a la calle, fuimos quinientos chavales. Bah, yo a quien añoro es a Ágata Lys, no a Ramón Tamames. Y perdona, Ramón, ya me entiendes.