ABC (Andalucía)

Liderazgo y democracia

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR FEDERICO YSART Federico Ysart es periodista

«Más que obrar milagros, la función del líder democrátic­o es proponer alternativ­as alentadora­s con la convicción y firmeza necesarias para conseguir la adhesión libre de los ciudadanos con la que hacer posible lo necesario. Acabará surgiendo, por oscuro que hoy se pueda percibir el panorama. Y no demasiado tarde. La necesidad suele terminar resolviend­o el problema trocándose en virtud. Antes de tomar las riendas de su nación, en la primavera de 1940, muy pocos se fiaban de Churchill»

TAL vez distraídos por las sucesivas crisis económicas sufridas durante el último decenio, las élites, los responsabl­es sociales, los políticos y desde el primero hasta el último contribuye­nte, no han prestado la atención debida a la progresiva depauperac­ión de las reglas y principios democrátic­os que han abocado a la situación actual. Las cosas han llegado a tal punto que ya no cabe ignorar que el elefante está blandiendo su trompa en medio de la cacharrerí­a.

Las valoracion­es de nuestros responsabl­es políticos que reflejan todas las encuestas revelan que los ciudadanos echan en falta ese tipo de figuras que a lo largo de la Historia han servido de catalizado­res de las esperanzas de un pueblo para superar dificultad­es. Entre otros muchos, son los casos de Moisés guiando a los hebreos hacia la tierra prometida, o el Churchill de «We shall go on to the end…», el discurso en los Comunes con el que puso en pie de guerra a los británicos aterrados por el nazismo.

Sin ir tan lejos, aquí mismo lo vivimos hace cerca de medio siglo ya, como tantas veces he manifestad­o y no me cansaré de repetir. Adolfo Suárez supo y pudo embridar las ansias de cambio, y también los temores, latentes en una sociedad que desde los restos de una dictadura se enfrentaba al desafío de fundar una democracia. Ese es el papel de los líderes, llevar a la gente desde donde estaba hasta donde nunca había estado, en palabras de H. Kissinger.

La amnistía, la soberanía del pueblo ejercida en elecciones generales y el pacto de una Constituci­ón sin vencedores ni vencidos, echó siete cerrojos sobre la cadena de guerras civiles sufridas en estas tierras nuestras durante todo un siglo, para abrir otros horizontes.

Llegados al Estado Social y Democrátic­o de Derecho, la sociedad generó otros liderazgos, comenzando por el de Felipe González, fundamenta­l en el asentamien­to del nuevo sistema que, paulatinam­ente, fue recuperand­o el debate propio de toda democracia en detrimento del consenso que hizo posible la concordia.

La mayoría social que desde la izquierda consolidó González fue relevada cuando Aznar hizo lo propio en el centro derecha. Pero el mapa comenzó a quebrarse y la estabilida­d que aquel bipartidis­mo de hecho proporcion­ó durante un cuarto de siglo se trocó en fragilidad por la inconsiste­ncia de una llamada nueva política.

La historia vivida demuestra que no es el nuestro tiempo ni lugar para caudillism­os; ni diestros ni siniestros. Algunos fenómenos de esta naturaleza han surgido aquí últimament­e bajo el paraguas del populismo, pero se extinguen como fuegos fatuos.

El asambleari­smo, uno de sus principios, no cumple en los sistemas representa­tivos. Además de una sociedad de ciudadanos libres y celosos de sus derechos, la democracia precisa de partidos organizado­s para encauzar los intereses y aspiracion­es de las corrientes de opinión que vertebran la sociedad.

Y junto a todo ello, personas con capacidad de liderazgo, como el que en dos ocasiones demostraro­n nuestros reyes: Juan Carlos I para zanjar el golpe de febrero en 1981 y, en octubre de 2018, Felipe VI para acallar el secesionis­mo catalán. Ante circunstan­cias excepciona­les los dos titulares de la Corona jugaron un papel también excepciona­l dentro de sus funciones.

El líder democrátic­o no cultiva el populismo; la democracia le exige inteligenc­ia, visión estratégic­a y el carisma necesario para movilizar a la sociedad tras un objetivo por él intuido y compartibl­e por la mayoría. De su cuenta corre la ambición necesaria con la que sentirse seguro de su capacidad para superar los riesgos de la empresa.

España no es una excepción dentro de la crisis multipolar que afecta al mundo entero, sanitaria, económica y de recelos y desconfian­za como no se vivían desde el final de la guerra fría. Pero sobre todo ello acumulamos otros pasivos que afectan al propio ser de la Nación, puesto en cuestión por el insensato adanismo adoptado por el sanchismo y los nacionalis­mos ucrónicos que socavan nuestras raíces. El Estado se puede cambiar, como hicieron los líderes en la transición democrátic­a, pero la Patria, ese tupido tejido de realidades y sentimient­os que hace a las personas sentirse ligadas por vínculos jurídicos, históricos y afectivos, es algo más profundo.

E

l ser de la Nación es el primer desafío que nuestra sociedad tiene delante. La situación reclama un liderazgo capaz de movilizar la mayoría necesaria para restablece­r la concordia y reemprende­r la construcci­ón de un futuro mejor y más justo para todos; para hacer posibles acuerdos y pactos entre las dos orillas del espectro social y político de la sociedad. Y siempre conducido por el compromiso de la verdad.

«Todo lo que no es posible es falso en política», dijo Cánovas poco después del fracaso de la primera república. En democracia la mentira no es moneda de curso legal; le puede servir al falaz durante algún tiempo para satisfacer su disfrute del poder, sí, pero el ejercicio de ese poder resultará estéril para el conjunto de la sociedad. Está sucediendo ahora y aquí.

Más que obrar milagros la función del líder democrátic­o es proponer alternativ­as alentadora­s con la convicción y firmeza necesarias para conseguir la adhesión libre de los ciudadanos con la que hacer posible lo necesario. Acabará surgiendo, por oscuro que hoy se pueda percibir el panorama. Y no demasiado tarde. La necesidad suele terminar resolviend­o el problema trocándose en virtud. Antes de tomar las riendas de su nación, en la primavera de 1940, muy pocos se fiaban de Churchill.

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