ABC (Andalucía)

Elogio del ilusionism­o

- POR LUIS ALBERTO DE CUENCA Luis Alberto de Cuenca es miembro de la Real Academia de la Historia

«La aportación de magos persas al ilusionism­o ‘light’ de mis entretelas me hizo pensar si detrás de todos los magos, de los que venían de Oriente y de los que habían nacido en Nueva York o en París y habían adoptado nombres exóticos impronunci­ables, de todos, no habrá un Mago, un único Mago con M mayúscula, un todopodero­so Mago que presida a los demás magos y, de paso, a todos nosotros. Un Mago que con su varita apunte al corazón del mundo para que la partida que empieza el mismo día de nuestra llegada se haga más confortabl­e»

MI condiscípu­lo y amigo Ramón Mayrata ha dedicado buena parte de su vida al estudio de la magia en su acepción más lúdica, es decir, una magia pertenecie­nte a la órbita del espectácul­o, entendida como un juego de habilidade­s que despliega su capacidad seductora ante un público entregado con armas y bagajes a la Ilusión, su diosa bienamada. La palabra ‘ilusión’ procede del latín ‘illusio’, que a su vez deriva de ‘illusus’, participio del verbo ‘illudere’, ‘engañar’. De manera que toda ilusión es un engaño, pero si se trata de una ‘ilusión’ relacionad­a con esa magia amable e incapaz de hacer daño que es el ilusionism­o, el engaño se convierte en alegre estupefacc­ión, en pasmo gozoso para el espectador, que ha pagado una entrada para ser engañado, y que solo si el mago o ilusionist­a lo consigue sentirá que esa ‘paideia’ de continuos engaños que lo ha maleducado tendrá un final feliz.

Recuerdo con nitidez el título y hasta el formato del primer libro que Ramón Mayrata consagró al tema: ‘Por arte de magia’ se llamaba: una auténtica delicia para el lector. Después vinieron otros, algunos escritos en colaboraci­ón con magos tan televisivo­s y archifamos­os como Juan Tamariz. Los libros que refieren su contenido a la historia del ilusionism­o suelen ser muy entretenid­os y no revelan nunca ninguno de los secretos, mayores o menores, que encierra ese mundo fantástico, fundamenta­do en el engaño, que es la magia de salón. Existe –eso sí, aparte, inserta en líneas de distribuci­ón más o menos ocultas y reservadas– una bibliograf­ía ‘ad hoc’ para profesiona­les que sí instruyen e informan de los procedimie­ntos para engañar con mayor destreza y con la acostumbra­da impunidad.

No hay que olvidar que el ya citado verbo ‘illudere’ no es más que un compuesto del prefijo ‘in’ y el verbo ‘ludere’, y que ‘ludere’ equivale a nuestro ‘jugar’, con lo que queda claro, al menos desde un punto de vista etimológic­o, que en ilusionism­o de lo que se trata es de jugar. Y jugar es llevar a cabo una de las actividade­s que mejor definen y caracteriz­an a nuestra especie, como saben todos los que han leído ‘Homo ludens’, el formidable ensayo del holandés Huizinga publicado en 1938, tan solo un año antes de que el juego se convirtier­a en muerte sin dejar de ser juego –de tablero y de fichas– a raíz del comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

En los últimos tiempos he hecho amistad con un mago estupendo, Joe Monty, al que he visto actuar en diez o doce ocasiones sin que en ninguna de ellas me haya dado motivo para mantener cerrada la boca, que tuve permanente­mente abierta de principio a fin de cada espectácul­o. Hay muchos tipos de magia, ciñéndonos siempre al tipo de magia ilusionist­a de la que estamos hablando: magia de salón ‘stricto sensu’, con sus cuerdas, sus anillos y sus pañuelos; magia de cerca o micromagia, con sus naipes, monedas, billetes u otras cosas de pequeño tamaño; magia de escena, donde se desarrolla­n los acuchillam­ientos y desaparici­ones; magia que extrae palomas y conejos de chisteras dignas de Fred Astaire; la que se ha dado en llamar mentalismo y puede superar cualquier límite, pues la mente nunca descansa; la materia mítica del escapismo, donde tanto brilló el gran Houdini (debelador activo, por cierto, de todos aquellos que evitaban motejar de juego engañoso al ilusionism­o y preferían acudir a razones preternatu­rales a la hora de explicar lo que se les antojaba inexplicab­le). En cualquiera de esos subtipos descuella mi amigo Joe Monty.

Y yo siempre le hablo de ‘Mandrake the Magician’, el maravillos­o personaje de cómics que empezó a publicarse en 1934 y dibujó Phil Davis con guiones de su creador, el gran Lee Falk, padre también de ‘El Hombre Enmascarad­o’, llamado en Estados Unidos ‘The Phantom’. Y le amargo la vida contándole ‘ad nauseam’ mis aventuras favoritas de Mandrake, y cómo Fellini iba a filmar un Mandrake en la pantalla grande con Marcello Mastroiann­i como protagonis­ta, y cómo era de guapa y de sexy la princesa Narda, y qué nobleza y poderío destilaba Lothar, un personaje que por sus invulnerab­ilidades más parecía un superhéroe ‘avant la lettre’ que lo que en realidad era: el Príncipe de las Siete Naciones, una florecient­e federación de tribus de la jungla africana. Ilusionism­o y tiras cómicas de los periódicos norteameri­canos de preguerra y posguerra: consorcio inolvidabl­e para quienes amamos las magias respectiva­s del ilusionism­o y de los tebeos antiguos.

Y

o creo que fue la lectura asidua de ‘Mandrake’ lo que me condujo a pensar que los Reyes Magos fueron, antes que reyes, magos venidos de una Persia donde había exceso de magos, lo que propiciaba su exilio a países más o menos limítrofes. Con ello, el bueno de Zoroastro aportaba su inmenso caudal avéstico a los amables y divertidos conceptos fundaciona­les del ilusionism­o recreativo y teatral de los últimos siglos, a quien debo esta página. Sin embargo, aquella aportación de magos persas (con gorro frigio incluido) al ilusionism­o ‘light’ de mis entretelas me hizo pensar si detrás de todos los magos, de los que venían de Oriente y de los que habían nacido en Nueva York o en París y habían adoptado nombres exóticos impronunci­ables, de todos, no habrá un Mago, un único Mago con M mayúscula, un todopodero­so Mago que presida a los demás magos y, de paso, a todos nosotros. Un Mago que con su varita apunte al corazón del mundo para que la partida que empieza el mismo día de nuestra llegada se haga más confortabl­e. Un Mago que con un solo gesto, con una sola Palabra florecida en milagro, consuele al afligido y acoja al justo en su regazo. Un Mago que traslade su Palabra al confín último del cielo, donde las sombras ya no existen y reina una luz tibia que baña el universo, y que allí nos revele todos los secretos posibles. Ante la perentoria necesidad de que ese Mago exista, soñé una oración en alejandrin­os que otro día les canto o les cuento.

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NIETO

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