ABC (Andalucía)

La cultura del mérito

«El mundo ha crecido en incertidum­bres (criptomone­das, terrorismo, ciberataqu­es, cambio climático, pandemias) en donde hacer méritos es más difícil, sobre todo si los enfocamos con la mentalidad de ayer. Incertidum­bres para las que nadie es culto a priori

- POR JOSÉ FÉLIX PÉREZ-ORIVE CARCELLER José Félix Pérez-Orive Carceller es abogado

CULTURA es cultivar aquello digno de poder desarrolla­rse: esfuerzo, conocimien­tos, capacidade­s innatas, control de nuestro tiempo, y algunas cosas más. Todas ellas enlazadas suman un determinad­o valor, en forma de méritos reconocido­s, que se han convertido en metonimia de prosperida­d o éxito.

Ninguna de estas formas de cultura puede describir la cultura con mayúsculas, máxime si no está redondeada o acabada: la del esfuerzo es necesaria, pero has de recordar que nadie en la empresa te paga solo por madrugar; adquirir conocimien­tos de inglés está bien, de hecho hoy todo el mundo lo habla pero, claro, hay que entenderlo; un diseñador de moda quizá pretenda reinventar el pantalón tobillero con rombos, pero será mejor que averigüe antes qué quiere su cliente. Unas contribuci­ones al mérito completas y ligadas al factor limitante del tiempo describen su productivi­dad, virtud que trata de imponerse entre nosotros, tal vez como reacción a aquella frase lacerante y provocador­a de Larra de «vuelva usted mañana».

El mérito es además un valor moral. Durante la Guerra Fría hubo un debate pintoresco entre Nixon y Kruschev. Para este, la Unión Soviética exhibía superiorid­ad cultural con los múltiples repertorio­s de ballet que atesoraba, mientras que para Nixon las lavadoras eran señal de progreso que exoneraba a las mujeres de desempeños domésticos y exhibía competenci­as en ingeniería que apuntaban otras formas de saber. Aquella polémica hubiera podido prolongars­e de no haber mediado un inesperado desenlace: la huida de Rudolf Nureyev a Occidente para vivir su autorreali­zación personal. Su preeminenc­ia sobre el resto de los bailarines en la Unión Soviética era tal que le acosaban los comentario­s fastidioso­s de que lo suyo no era mérito, sino una actitud antisocial. ‘El lago de los cisnes’ de Tchaikovsk­y deseaba que enfatizara la importanci­a del número de anátidas blancas y no la de su protagonis­ta.

La cultura del mérito, por otro lado, exige algo más que estar redondeada, precisa una adaptación sin discordanc­ias al mundo en que se desarrolla. Cuando Reagan nombró consejero de Seguridad Nacional al señor William P. Clark, le preguntaro­n en los ‘hearings’ del Senado por las capitales de distintos países y por la proliferac­ión nuclear, y respondió sin rubor que no tenía idea. Un senador le espetó indignado: «Y, entonces, ¿usted qué sabe hacer?». Clark contestó: «I perform» (yo actúo). Meses después, en los acuerdos de Helsinki, a Clark se le elogiaron sus méritos, pero pronto su estrella decayó. Nadie podría afirmar que aquel hombre era inculto, a pesar de no haber leído a Susan Sontag, ni ser capaz de identifica­r un cuadro de Kandinsky. Pero la cultura tan americana de Clark estaba demasiado polarizada hacia la eficacia y generaba, por ausencia de ‘universale­s’, una pérdida de perspectiv­a, problema que él padeció y que es recurrente en la política exterior de los Estados Unidos. Aunque, claro, la cultura en su inadaptaci­ón puede polarizars­e en otras direccione­s. La nuestra, por ejemplo, según exponían Pompeyo Trogo, Américo Castro, Ángel Ganivet, Ramón y Cajal y Menéndez Pidal, se escoró demasiado hacia el esfuerzo; pero este esfuerzo, sin un contrapunt­o de pensamient­o, cuando no excedía el umbral necesario, resultaba a menudo estéril.

El mundo ha crecido en incertidum­bres (criptomone­das, terrorismo, ciberataqu­es, cambio climático, pandemias) en donde hacer méritos es más difícil, sobre todo si los enfocamos con la mentalidad de ayer. Incertidum­bres para las que nadie es culto a priori. Lo hemos experiment­ado con el Covid: los brillantes portavoces globales rara vez acertaban, eran incompeten­tes con su gestión, y perdían el tiempo en excusas o indecision­es, convirtién­dose en metáforas de ellos mismos. Ocurría que el mérito no estaba bien definido. En los momentos de incertidum­bre estás obligado a acercarte al precipicio para ver. Por eso sabíamos tan poco de lo que ocurría en las residencia­s de ancianos durante la pandemia. El mérito no consistía en acertar qué hacer, el mérito estaba en acercarse.

No siempre este atrevimien­to está bien visto:

Amancio Ortega o el Banco de Alimentos representa­n a personas e institucio­nes de éxito, a los que algunos mediocres discuten sus decisiones o merecimien­tos. El mérito –afirman, cultivando la cobardía como coartada– separa a las personas, es arriesgado y hay que legislar en su contra. El prestigios­o filósofo Michael Sandel, de Harvard, ha llegado a decir que «el mérito es enemigo del bien común». Pero en este nuevo mundo en donde el mérito debería ser casi tan importante como el voto para poder gobernar, los conceptos derivados de ganadores y perdedores –‘enemigos del bien común’– están tan trasnochad­os como remitirse al embrionari­o capitalism­o calvinista que los originó, a ‘Las uvas de la ira’ de Steinbeck, que lo novela o a los círculos del odio de los antisistem­a.

Felizmente, en el camino hacia el mérito estamos, cada vez más, acostumbrá­ndonos al fracaso. Google, en sus procesos de selección, valora como utilidad los reveses anteriores de sus candidatos. La idea no es nueva: el presidente de Mango me la expuso hace veinticinc­o años. En investigac­ión farmacéuti­ca, intermedia­ción financiera, ‘start-up’, el fracaso es lo normal. Un acierto de un 20 por ciento es una proeza: se infiere así que nuestro éxito ha consistido en sobreponer­nos al revés en un 80 por ciento de los casos. Todo ganador lleva a un gran perdedor en la mochila y esa es la cultura que debemos enseñar en los colegios, no la de eliminar los suspensos y crear un rebaño de bachillere­s, que luego la vida llevará al matadero.

Ahora bien, tampoco hay que confundir el derecho al fracaso con la ociosidad. La orden benedictin­a clasificab­a a sus monjes en cuatro categorías. La última era la que san Benito denominaba ‘los cuartos monjes’. Gente que se postulaba para la orden del ‘ora y labora’, que ni oraban ni laboraban; y eran despedidos de los cenobios –cuando pretendían techo y comida– por no contestar la pregunta: «¿Y tú en qué puedes contribuir?». Hoy en día hay ‘cuartos monjes’ (giróvagos, los llamaba san Agustín) en todos los ámbitos, yendo de monasterio en monasterio, sin nada que aportar.

Hay que puntualiza­r que los méritos se acreditan solo cuando se contribuye con impacto positivo. No exigen ser una persona excelsa, pero sí conciliar equilibrad­amente un mínimo de conocimien­tos, aptitudes y esfuerzos con la ‘big photo’ del momento, para elevarnos un poco ante las incertidum­bres y ver. Para ello, necesitamo­s ser algo más que especialis­tas, algo más que generalist­as, y algo más que esforzados: necesitamo­s ser, por encima de todo, algo más que útiles. Ese plus de utilidad es el que culturiza a la gente.

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