El Madrid ignorado donde reinaba la muerte
Antes de que lo hicieran Pío Baroja y Benito Pérez Galdós, el intrépido periodista Julio Vargas visitó en 1885 los «tenebrosos» arrabales de la capital y contó por primera vez la miseria de aquellos vecinos olvidados
Contaba Julio Vargas en una de sus crónicas que el ya desaparecido barrio de las Injurias ni siquiera tenía entrada. El que quisiera llegar hasta él tenía que «despeñarse por las violentas cortaduras del terreno hasta un ancho barranco». «Lo primero que llama la atención –continuaba– es un arroyo de copioso caudal, cuyas negruzcas aguas repugnan a los ojos y ofenden el olfato. Al intentar descubrir el origen del hediondo vertedero y su pestilente riachuelo, uno cae en la cuenta de que son las aguas fecales de la atarjea del barrio de las Peñuelas que, tras engrosar las del alcantarillado general, se desbordan en el Manzanares por ese punto».
Este Madrid que describía por primera vez el intrépido periodista no solo era muy distinto al que conocemos en la actualidad, sino también al que los madrileños habitaron a principios del siglo XX. Dos décadas antes, la ciudad todavía estaba constreñida dentro de sus tapias, que durante años impidieron su expansión a pesar del crecimiento demográfico. Para que se hagan una idea, a mediados del siglo XIX, Londres contaba con dos millones de habitantes, por los 200.000 de la capital de España. A pesar de ello, esta última tenía unos índices de población muy superiores.
En la capital británica, a cada habitante le correspondía una superficie de 100 metros cuadrados, y en Madrid, de 26. Eso nos da como resultado una urbe hacinada en la que la población más pobre terminó por desparramarse fuera los límites de la ciudad en arrabales inmundos, sin planes de saneamiento ni atención social, alrededor de las actividades más nocivas e insalubres de la industria que abastecía a los pudientes vecinos del centro. Era la zona a la que ningún periodista se atrevió a entrar para informar de lo que allí sucedía, hasta que Vargas lo hizo.
Sus crónicas de aquel Madrid suburbial, en medio de una aniquiladora epidemia de cólera, se publicaron con regularidad en ‘El Liberal’ a mediados de 1885. A finales de año, fueron reunidas en un libro que se vendió en las librerías y en la redacción del periódico en la calle Alcalá por dos pesetas. Ahora, un siglo y medio después, ha sido reeditado por La Felguera con el título de ‘Cólera: viaje de exploración por los arrabales de Madrid (1885)’. «Es nuevo periodismo antes de que existiera tal cosa; es un periodista que se mete de lleno en lo que cuenta, describe sin ambages lo que ve, es crudo y, en ocasiones, brutalmente honesto. Entrevista a quienes se encuentra por el camino. Su interés es el drama humano», asegura el escritor Sevando Rocha en la introducción de esta reedición.
Cuando se adentra en «aquel grupo de madrigueras humanas» que forman la calle de San Germán, en el barrio de Cuatro Caminos, se topa, por ejemplo, con un carruaje negro que avanza con dificultad por la vía sin asfaltar en medio de la tormenta. «Es el carro de los muertos, el coche fúnebre que la municipalidad concede a los últimos restos de la indigencia», subraya el periodista. La única iluminación que hay es el antiguo alumbrado de aceite encerrado en viejos y destartalados faroles. No hay ningún operario que recoja la basura ni que barra las calles.
«Barrios extremos»
Pocos minutos después, a la puerta de una de las casuchas, Vargas se encuentra llorando a «un anciano de apariencia mísera». La escena que describe a continuación es sobrecogedora: «Los guardias de orden público nos explicaron los motivos de la aflicción que tenía el viejo desdichado: el carro que habíamos visto conducía el cadáver de su yerno, un joven de 23 años, soldado, que había obtenido la licencia ilimitada hacía solo un mes y que trabajaba, como hábil cortador, en el tejar vecino. Hace cuatro días fue atacado por el cólera y ayer, a las diez de la mañana, había fallecido con el dolor de haber transmitido la epidemia a la que iba a ser su esposa, a una niña de 3 años hermana de esta, a un herma
no suyo y a la mujer del anciano que lloraba tantas desdichas».
Antes de que lo hiciera Vargas –que era ya un periodista experimentado, que había trabajado antes en ‘El Imparcial’ y en ‘La Correspondencia’–, había que acudir a los informes médico-sanitarios para conocer algo de lo que ocurría en los llamados «barrios extremos» o «tenebrosos». Casi nadie se había atrevido a bajar hasta esos abismos y, menos aún, en medio de aquella mortífera pandemia que aterrorizaba desde hacía un año a los madrileños, la mayoría de los cuales ignoraba por completo cómo se producía el contagio y cómo debía protegerse para frenarlo. Hablamos de los once arrabales que ya había citado Fernández de los Ríos en su ‘Guía del madrileño forastero en Madrid’, publicada una década antes: Tetuán, Chamartín, Prosperidad, La Guindalera, Ventas del Espíritu Santo, La Concepción, Vallecas,
Toledo, San Isidro, Segovia y los alrededores del río Manzanares.
Vargas se atrevió a recorrerlos en aquellos aciagos meses de 1885 y escribir sobre ellos en crónicas que no solo eran desgarradoras y esclarecedoras, sino que proponían mejoras para aquellos barrios olvidados que ni siquiera podían considerarse como tal, sino «un amasijo de casas, miseria y horrores innombrables», apunta Rocha. En palabras del periodista sobre las Injurias, que el Ayuntamiento calificó de poblado chabolista en 1906 y, a continuación, lo desalojó y demolió para siempre: «Lo que hace falta es sanearlo y concluir el alcantarillado, haciendo desaparecer el arroyo de aguas fecales y realizando continuas visitas para impedir que la miseria y el abandono formen montones hediondos. Hay que llevar los beneficios de la Policía urbana para suprimir las cloacas o depósitos de inmundicias, dando condiciones de vida a lo que hoy es un antro que puede convertirse en foco generador de emanaciones de muerte».
La desidia del poder
Julio Vargas llevó a cabo esta encomiable labor de meter la nariz en los lugares de Madrid donde reinaba la muerte y donde las condiciones de vida eran infrahumanas. Zonas que hoy pueden considerarse casi el centro de la ciudad, con alquileres altísimos, pero que entonces eran desconocidas para la mayoría de los vecinos con mayor renta de la capital. Y lo hizo muchos años antes de que Benito Pérez Galdós y Pío Baroja se convirtieran en los pioneros a la hora de plasmar literariamente esos páramos que, hasta ese momento, habían sido excluidos del terreno del arte y la literatura.
Este último autor denunció la desidia de las autoridades ante aquella realidad sangrante que atentaba contra la decencia: «Madrid está rodeada de suburbios en donde viven peor que un mundo de mendigos, de miserables, de gente abandonada en el fondo de África. ¿Quién se ocupa de ellos? Nadie, absolutamente nadie. Yo he paseado de noche por las Injurias y las Cambroneras, he alternado con la golfería de las tabernas de las Peñuelas y los merenderos de Cuatro Caminos [...] He visto a andrajosos salir gateando de las cuevas del cerrillo de San Blas y devoraban gatos muertos. Y no he visto a nadie que se ocupara en serio de tanta tristeza», alertaba el escritor en ‘El Pueblo Vasco’, en 1903.
El mencionado barrio de Cambroneras aparece también en varias novelas de Galdós ambientadas en Madrid. Entre ellas, en ‘Misericordia’, publicada en 1897 y en la que menciona también el de las Injurias, siguiendo claramente el ejemplo dejado por Vargas más de una década antes: «Me propuse descender a las capas ínfimas de la sociedad matritense y describir la suma pobreza, la mendicidad profesional, la vagancia viciosa y la miseria, dolorosa casi siempre. Empleé largos meses en visitar las guaridas de gente mísera o maleante que se alberga en los populosos barrios del sur, como el de las Injurias, polvoriento y desolado. En sus miserables casuchas, cercanas a la Fábrica de Gas, se alberga la pobretería más lastimosa».
«Madrid está rodeada de suburbios en donde viven peor que los mendigos y gente abandonada en el fondo de África»