ABC (Andalucía)

«Hasta ahora, los directores pertenecía­mos a un ‘lobby’ de frac, de museo»

Madrileño de 38 años y titular de la Orquesta de Extremadur­a, es una de las batutas españolas con mayor proyección

- JULIO BRAVO

«Sin él no existe nada: nos hace encontrarn­os con nosotros mismos, y por eso normalment­e nos llevamos mal con él»

La biografía de Andrés Salado (Madrid, 1983) cuenta que el Auditorio Nacional fue su parque infantil y que con cinco años le gustaba hacer carreras con sus coches de juguete mientras la Orquesta Nacional de España –de la que su madre, Dolores Egea, fue viola durante más de cuarenta años– interpreta­ba a Beethoven o a Brahms. Ya por entonces le habían puesto un violín en las manos y le habían sentado ante un piano; y le debió de gustar –también estudió flauta barroca y percusión–, porque casi cuatro décadas después sigue entregado a la música y se ha convertido en uno de los jóvenes directores de orquesta españoles con mayor proyección. Es el titular de la Orquesta de Extremadur­a desde principios de esta temporada –antes lo fue de su Orquesta Joven–, y ha desafiado a los prejuicios participan­do como jurado en el ‘talent-show’ de TVE ‘Prodigios’ o como colaborado­r fijo en el programa de RNE ‘No es un día cualquiera’, en el que tiene una sección fija. Hoy tendría que ponerse al frente de la Joven Orquesta de la Comunidad de Madrid (Jorcam) en el que fue el escenario de sus juegos infantiles, pero el Covid19 lo ha impedido.

Y es que, lógicament­e, la pandemia, ha afectado también, y mucho, a las orquestas españolas. «Ha habido un proceso de reciclaje extraordin­ario. Ese principio tan humano de reinventar­se o morir lo hemos hecho nuestro; algunas han apostado por el desarrollo en las plataforma­s audiovisua­les, por ofrecer música interactiv­a a través de distintos circuitos, y han podido seguir con una actividad intensa durante la pandemia; aunque todas han tenido que parar, con el estrés del sistema organizati­vo que conlleva. De todos modos, un alto porcentaje de las orquestas españolas son públicas y eso ha permitido que el sistema sobreviva. Otros países como Estados Unidos, con orquestas mejores que las nuestras, no lo han tenido, e institucio­nes de primera línea internacio­nal han tenido muchos problemas para subsistir.

Antes de subir al podio, Andrés Salado pasó muchas tardes al fondo del escenario, detrás de los timbales. Es frecuente que un niño quiera tocar el violín, la flauta, el piano o el chelo, pero ¿qué le hizo elegir la percusión? «Yo ya había pasado por tres instrument­os: violín, piano y flauta barroca –cuenta el músico–. Pero había algo muy profundo e interno que me llamaba la atención con respecto al ritmo. Hice las pruebas para el Conservato­rio de Arturo Soria y fue un descubrimi­ento. Pero he descubiert­o que fue un vehículo para llevarme a la dirección. Yo no hubiese sido feliz o completo solo con la percusión; cuando he descubiert­o el compromiso y lo difícil que es estudiar esto ha sido con la dirección».

Momento crítico

Aprendió a tocar el violín casi al tiempo que a hablar, y casi se diría que no tuvo otro remedio que ser músico. Es difícil pensar que nunca lo aborrecier­a. «Tuve un momento crítico a los 15 años –reconoce–, pero está más relacionad­o con la exigencia de mi madre, a la que le debo todo lo que tengo hoy en día. Pero cuando estás en esa edad efervescen­te en que te gusta salir a beber y a estar con los amigos, y tu madre, de una manera insistente, dura pero cariñosa, te exige tanto... Tuve un momento en que quise dejar la percusión, más que la música, aunque era todo lo que hacía. Pero afortunada­mente he naturaliza­do tanto la música que no he tenido nunca el alambre de estar con el miedo de querer dejar algo. De todos modos, me lo planteé, incluso de mayor. Incluso ahora me lo llego a plantear a veces muy en serio por el estrés...»

Andrés Salado recuerda el día en que decidió ser director de orquesta. «Quería serlo desde antes, pero no era consciente de ello. Durante mi época de percusioni­sta –tocaba los timbales– tenía el germen dentro sin yo saberlo. De pequeño mi madre me regaló una batuta, y yo dirigía en mi casa, pero lo hacía jugando, como cuando de niño cantas Disney. Al terminar la carrera de percusión, con 23 o 24 años, tuve la ocasión de estudiar con Miguel Romea, mi maestro

–que me cambió la vida–, y de ser el director asistente de una joven orquesta amateur. Y ahí, después de un ensayo, tuve claro que quería dirigir; no recuerdo qué pieza había ensayado, pero sí la sensación de decir: esto es como una droga. Y a partir de ahí volqué mis energías en formarme para ser director de orquesta».

Confiesa el músico que sigue ‘enganchado’, pero también que sueña, como el protagonis­ta del ‘Cándido’ de Voltaire, con ser feliz plantando tomates en un huerto. «Muchas veces, y tengo 38 años, siento que me gustaría tener un huerto y dedicarme a plantar verduras. La vida de un director de orquesta es muy estresante y yo vivo las cosas de una manera muy pasional e intensa. De todos modos, tengo ese punto de bipolarida­d de no poder con ello y no poder soltarlo. Eso es todavía más droga».

Aunque su vida es la música y el trabajo su pasión, Andrés Salado tiene vías de escape que le hacen olvidar la batuta durante un rato. «Necesito hacer deporte para generar endorfinas y liberar estrés –confiesa–; soy además un loco

de la Naturaleza, y busco siempre un lugar en la montaña donde pueda respirar y escuchar el ‘tolón tolón’ de las vacas. Ese amor por la Naturaleza me lo inculcó mi padre, y de ahí viene lo que supone en mi vida el silencio. Es un elemento fundamenta­l de la vida y de la música. Sin silencio no existe nada más: nos hace encontrarn­os con nosotros mismos, y por eso normalment­e nos llevamos mal con él. La Naturaleza me ha hecho valorarlo; en la inmensidad de una montaña, por ejemplo; he subido ‘tresmiles’ y esa lucha contigo mismo, escuchar tu respiració­n...». Es una sensación única. Y también su ocio tiene una cara B. «He sido muy fan toda mi vida de los videojuego­s, aunque no tengo tiempo. Necesito esos huecos, como necesito a mis amigos íntimos, que no tienen que ver con la música y me hacen sentirme fuera de esto. Pero nuestra vida es una vorágine que da vueltas como el tambor de una lavadora y que te engancha». Abre los brazos resignado: «Es que amo mi profesión, aunque al mismo tiempo sea mi cárcel».

No responde Andrés Salado a la imagen estereotip­ada del director de orquesta. Es más, la evita. De ahí su participac­ión en el programa ‘Prodigios’, que le ha valido un sinfín de críticas. «En este mundo enseguida te etiquetan; me tachaban de postureo y de hacer gestos para la galería. Y es absolutame­nte lo contrario de lo que yo hago. Me puedo equivocar en muchas cosas, acepto muchas críticas que me han hecho porque tienen razón, pero yo me sitúo en el segundo plano. Disfruto viendo cómo se genera la música».

Se enciende cuando se le menciona la cuestión de la imagen en el universo de la música clásica. «Sigue siendo una guerra civil –asegura–. Afortunada­mente, el público va filtrando cada vez más esa nueva imagen. Y el público es, sencillame­nte, a quien nos debemos, a nadie más. Pero sigue habiendo ‘lobbies’ anclados en una realidad que solo ellos se creen. Lo malo es que te atacan y te menospreci­an porque creen que el arte les pertenece, que es de unas minorías y que se debe disfrutar con una copa de coñac en un salón, o en la altivez de esas charlas ilustradas y sofisticad­as que ofrecen ciertas personas, que son finalmente los que menos saben de nada (algunos de ellos). Pero piensan que así se salva el arte, cuando es todo lo contrario; el arte es de todos. A raíz de ‘Prodigios’, he escuchado mucho lo de ‘¡Dejen en paz las artes clásicas!, ¡qué barbaridad que tengamos que ver pantomimas de este tipo!’. Esas frases están dichas con mucha maldad. La televisión es la televisión».

Fotos sin camiseta

«Afortunada­mente –concluye Andrés Salado– hay un ejército de artistas que de una manera natural o revolucion­aria, según el caso, están luchando con su trabajo y su imagen contra esos ‘lobbies’. La cultura le pertenece a todo el mundo, es de la gente. Está en todas partes; camuflada de entretenim­iento o de arte puro, de profundida­d e incluso de tedio. A veces te apetece ir a escuchar un monólogo profundo y sofisticad­o; en ocasiones te apetece leer a Góngora y en otras a Quevedo... Hay artistas, como Andreas Ottensamer o Lorenzo Viotti, gente joven, guapa, fuerte –que son buenos, porque si no les crujirían–; que cuelgan en las redes sociales sus fotos sin camiseta, y que afortunada­mente –aunque evidenteme­nte hay algo de postureo–, está naturaliza­ndo nuestra profesión. Hasta ahora pertenecía­mos a un ‘lobby’ de frac, de museo, de conversaci­ones absurdas, aburridas y elevadas que no llevan a ningún lado. Pero somos jóvenes, tenemos pelo, tomamos cañas, nos emborracha­mos, vamos al cine... Somos personas; no somos normales, porque tenemos una sensibilid­ad extraña, pero somos personas. Esta nueva línea es absolutame­nte necesaria, y ese ejército de artistas están poniendo sobre la mesa que la guapura personal puede funcionar también –y no hablo solo de cánones estéticos, sino de sentirse bien– y puede hacer que la conexión con el público sea mayor. Para mí es algo fundamenta­l».

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// RICARDO RÍOS VISUAL ART Andrés Salado

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