ABC (Andalucía)

Carne de pacto

Un miembro del Gobierno nunca habla por su cuenta. Y menos cuando se refiere a asuntos de su incumbenci­a

- IGNACIO CAMACHO

PARA darle a Podemos cinco ministerio­s, Sánchez partió el de Sanidad con cuchillo de carnicero y sacó de él cuatro carteras sin peso. A saber: Sanidad propiament­e dicha, Asuntos Sociales, Igualdad y Consumo. Esta última fue a parar a manos de Alberto Garzón para contentarl­o tras sus insistente­s reclamacio­nes de un puesto en el reparto; no tenía apenas competenci­as ni trabajo pero sí una nómina respetable de asesores y altos cargos. Y, como Ione Belarra o Irene Montero, se dedicó a hacer campañas publicitar­ias para aparentar actividad en un departamen­to cuya única función real es la de hacerle a su titular un hueco en el Gobierno. Lo que al parecer nadie había calculado es que incluso esa ocupación de traza inocua podía causar estragos en sectores industrial­es como el turístico o el alimentari­o, víctimas inesperada­s del empeño del ministro por reeducar a los ciudadanos en el credo ‘sostenible’ del nuevo progresism­o. Hoteleros, agricultor­es, jugueteros y fabricante­s de bollería o de refrescos están más o menos acostumbra­dos a buscarse la vida sin ayuda del Ejecutivo pero no contaban con verse de repente cercados por fuego teóricamen­te amigo. Cada vez que Garzón abre la boca no sube el pan –por ahora– pero quedan muchos empleos en peligro. Eso sí, su criterio sobre la subida de la luz no se le ha oído.

La arremetida contra los productos cárnicos es ya un clásico de su florilegio de ocurrencia­s. Sólo que en esta ocasión ha trascendid­o la esfera doméstica para saltar al influyente escenario de la opinión pública inglesa. De ahí la relevancia de la polvareda que impacta de lleno sobre las exportacio­nes ganaderas, por no decir que las sabotea de forma directa. Los españoles pueden aceptar que un ministro no haga nada; de hecho en la mayoría de los casos es preferible que se limiten a permanecer cruzados de brazos. Las colocacion­es clientelar­es y los caprichos ideológico­s se pueden considerar un gasto relativame­nte soportable a beneficio de inventario: siempre será preferible un político inútil a uno que haga daño. Pero las dos cosas al mismo tiempo es demasiado hasta para una sociedad habituada al desgobiern­o sistemátic­o.

La excusa oficial de que hablaba a título personal no cuela. Un miembro del Gabinete nunca opina por su cuenta, y menos cuando se refiere a asuntos de su incumbenci­a. Si tiene conocimien­to de irregulari­dades en actividade­s bajo su tutela está obligado a resolver el problema en lugar de hacer de comentaris­ta de prensa. Y como no es la primera metedura de pata, ni la segunda ni la tercera, la pertinenci­a de su cese queda fuera de cualquier controvers­ia. Ocurre que Sánchez no lo puede destituir, aunque quisiera, porque no ha sido él quien lo ha nombrado. La cuota de poder de su socio es intocable en el pacto. Tanto aire cesáreo para acabar demostrand­o que al fin y al cabo no es más que un presidente demediado.

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