ABC (Andalucía)

Nuclear necesario

Que Bruselas haya acabado por entender que sólo en las centrales nucleares hay futuro para Europa, es abrir una rendija a la racionalid­ad

- GABRIEL ALBIAC

NADA es gratis: es una ley universal de la materia. Vivimos con recursos limitados. Se produce en la medida en que se consume, esto es, en la medida en que se destruye. Nuestro mundo se decide en la gestión de ese juego: ¿en qué combinacio­nes lo obtenido es preferible a lo que, para obtenerlo, destruimos?

Fijar lo favorable y lo desfavorab­le en esos nudos de producción y consumo no es una tarea fácil. Y se vuelve casi imposible cuando el cálculo hay que hacerlo bajo la urgencia de las cruciales innovacion­es técnicas que definen lo propio del capitalism­o desde su nacimiento. La maquinizac­ión tuvo sus enemigos feroces en el inicio del siglo XIX inglés, cuando los tejedores ‘luditas’ llamaban a destruir los telares mecánicos como instrument­os del demonio. Una primordial melancolía impregna la visión de aquellas pobres gentes que soñaban alzar un paraíso retornando a la edad de piedra. A lo largo de dos siglos, variedades más o menos pintoresca­s de tal neobucolis­mo han ido repuntando en los momentos más ásperos de nuestro duro presente. Es fácil ensoñar paraísos originales cuando se vive en la ingrata tierra. Es aún más fácil que esos soñados paraísos den acceso directo al infierno. Aunque no queramos verlo.

La más dura de las actuales mitologías edenistas fue anudada en torno al rechazo de la energía nuclear. No hay misterio en ello. Al atávico terror que las innovacion­es técnicas disparan en las mentes ignorantes, se suma en esta ocasión un acontecimi­ento de horrible trascenden­cia. Tiene un nombre: ‘Hiroshima’. Con ese título, Ana Arias y Fernando Palmero acaban de publicar un precioso libro, cuya inteligenc­ia se cifra en barrer lo que creímos obvio. ¿Por qué el nombre de Hiroshima pone en nuestra imaginació­n un terror a nada comparable en la segunda guerra mundial? En la fría contabilid­ad de los datos, el genocidio consumado por Japón en Asia a partir de 1930 no admite equivalenc­ia con nada: sólo en China, entre 10 y 19 millones de víctimas. Pero eran asesinatos mediante bala o sable. Hiroshima y Nagasaki –300.000 víctimas– tenían los atributos míticos de un infernal apocalipsi­s.

Y esa demonizaci­ón se adhiere a lo nuclear. Por encima de datos. La energía nuclear es una pieza clave de la lucha contra el cáncer: no importa. La energía nuclear es la menos contaminan­te de las que existen en un mundo cuyos recursos energético­s son tan escasos: da igual. Europa es casi la caricatura de ello: dependient­e del crudo de las teocracias islámicas y de la Rusia de Putin. O sea, de lo peor del planeta. Que Bruselas haya acabado por entender que sólo en las centrales nucleares hay futuro para Europa, es abrir una rendija a la racionalid­ad. A esa racionalid­ad que un gobierno español tiró por la borda en 1984, bajo chantaje de una banda terrorista. Merced a cuyos herederos hoy gobierna Sánchez.

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