Nuclear necesario
Que Bruselas haya acabado por entender que sólo en las centrales nucleares hay futuro para Europa, es abrir una rendija a la racionalidad
NADA es gratis: es una ley universal de la materia. Vivimos con recursos limitados. Se produce en la medida en que se consume, esto es, en la medida en que se destruye. Nuestro mundo se decide en la gestión de ese juego: ¿en qué combinaciones lo obtenido es preferible a lo que, para obtenerlo, destruimos?
Fijar lo favorable y lo desfavorable en esos nudos de producción y consumo no es una tarea fácil. Y se vuelve casi imposible cuando el cálculo hay que hacerlo bajo la urgencia de las cruciales innovaciones técnicas que definen lo propio del capitalismo desde su nacimiento. La maquinización tuvo sus enemigos feroces en el inicio del siglo XIX inglés, cuando los tejedores ‘luditas’ llamaban a destruir los telares mecánicos como instrumentos del demonio. Una primordial melancolía impregna la visión de aquellas pobres gentes que soñaban alzar un paraíso retornando a la edad de piedra. A lo largo de dos siglos, variedades más o menos pintorescas de tal neobucolismo han ido repuntando en los momentos más ásperos de nuestro duro presente. Es fácil ensoñar paraísos originales cuando se vive en la ingrata tierra. Es aún más fácil que esos soñados paraísos den acceso directo al infierno. Aunque no queramos verlo.
La más dura de las actuales mitologías edenistas fue anudada en torno al rechazo de la energía nuclear. No hay misterio en ello. Al atávico terror que las innovaciones técnicas disparan en las mentes ignorantes, se suma en esta ocasión un acontecimiento de horrible trascendencia. Tiene un nombre: ‘Hiroshima’. Con ese título, Ana Arias y Fernando Palmero acaban de publicar un precioso libro, cuya inteligencia se cifra en barrer lo que creímos obvio. ¿Por qué el nombre de Hiroshima pone en nuestra imaginación un terror a nada comparable en la segunda guerra mundial? En la fría contabilidad de los datos, el genocidio consumado por Japón en Asia a partir de 1930 no admite equivalencia con nada: sólo en China, entre 10 y 19 millones de víctimas. Pero eran asesinatos mediante bala o sable. Hiroshima y Nagasaki –300.000 víctimas– tenían los atributos míticos de un infernal apocalipsis.
Y esa demonización se adhiere a lo nuclear. Por encima de datos. La energía nuclear es una pieza clave de la lucha contra el cáncer: no importa. La energía nuclear es la menos contaminante de las que existen en un mundo cuyos recursos energéticos son tan escasos: da igual. Europa es casi la caricatura de ello: dependiente del crudo de las teocracias islámicas y de la Rusia de Putin. O sea, de lo peor del planeta. Que Bruselas haya acabado por entender que sólo en las centrales nucleares hay futuro para Europa, es abrir una rendija a la racionalidad. A esa racionalidad que un gobierno español tiró por la borda en 1984, bajo chantaje de una banda terrorista. Merced a cuyos herederos hoy gobierna Sánchez.