ABC (Andalucía)

El último almanaque

El tiempo es un banquero que sólo guarda en su caja fuerte las hojas vivas del calendario

- ALBERTO GARCÍA REYES

L Eúltimo almanaque es como un limonero de una casa vacía: se marchitan sus hojas, pero no son caducas. Efemérides rojas entre días de luto fagocitan enero y el futuro se esfuma con su porte viajero cuando a solas los meses sólo son paradojas enclavadas de tiempo: ¿en qué día te alojas, en qué antiguo recuerdo, en qué azul, en qué mar? El último almanaque nada más, eso es todo. La secuela de un beso, la sonrisa en un bar, soledades, anhelos, un abrojo de marzo, una cruz en abril, un huidizo periodo... Cada año repite sus impulsos de cuarzo.

Hoy me bajo del día, del frenesí de las noticias, para hacer este juego de palabras sobre el calendario de las ausencias. Porque al regresar a la rutina tras las pascuas, al arrancar el último almanaque de la alcayata de la cocina, que sigue ahí por respeto a mi padre, por una pugna irracional entre la tradición de papel y el futuro virtual, he entendido que el pasado no existe, que lo único que queda de él en nosotros es el dolor, que la memoria es mentira, que todo lo que somos es sólo lo que seremos. Mirar atrás es sangrar por las cicatrices. Hace unos días, después de contemplar el lugar que se ha tragado las cenizas de mi libro de familia, pasé por delante de unas ruinas prehistóri­cas. Sepultados bajo mis pies se hacinaban varios milenios. Y en ese desvarío de pisar el tiempo pensé todo esto que ahora escribo por impulso. La noria. Enero. Otro año. ¿Cuánto vale ahora el almanaque de 2021? La Fernanda de Utrera lo resolvió por soleá. «Se me daba a mí cuidao: creí que todo era un sueño / y lo pasao es pasao». Lo sufrido es olvido. Es como una piedra antediluvi­ana.

Los dólmenes se abisman en el barro: menhir bajo hojarascas mustias aherrojado en la roca por el cansancio muerto de la tierra barroca mojada. Del vacío que adorna el porvenir manan peñas ocultas, pasados megalítico­s y tholos funerarios para un asesinato que aún no ha cometido el lejano sustrato de aquella Edad del Cobre. Espíritus levíticos silencian bajo el tiempo, mirando hacia el ocaso, las haches de la piedra. Y ahí está todavía el menhir, en la hondura, perdido en el enjambre de huesos calcolític­os, prehistori­a con retraso de taulas en el vientre de nuestra arqueologí­a. Después de ocho mil años sólo nos queda el hambre.

Eso es todo. Lo único que queda atrás es lo que no hemos vivido. Ayer, cuando arranqué el almanaque del 21 para poner el del 22 en la alcayata de mi padre, escribí sobre la hoja marchita del último diciembre este croquis de espíritu borgiano.

A veces paso el tiempo reflexiona­ndo sobre el Tiempo y pierdo el día. Soy como el relojero que cree que es propietari­o, trucando el minutero, del tiempo que le queda. La cábala del pobre se basa en la medida del vaho moribundo, del tiempo terminal, ése que no depende de los sistemas métricos, el que jamás se vende por una cantidad: el infinito, un segundo... El tiempo se derrama por la peor herida del mundo. Ni se pide ni se presta: se gasta. Quien lo ha guardado, pierde. Quien lo ha tirado, gana. Quienes reservan tiempo para ahorrar otra vida son especulado­res que codician el ‘hasta’ y desprecian el ‘desde’, banqueros del mañana.

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