ABC (Andalucía)

Una leyenda llamada Djokovic

Sólo cuando las hazañas deportivas se injertan en la Historia se vuelven legendaria­s

- JUAN MANUEL DE PRADA

HACE algún tiempo vi una entrevista a un futbolista inglés retirado de cuyo nombre no puedo acordarme. En un pasaje especialme­nte introspect­ivo comentó, entre consternad­o y perplejo, que los niños ya sólo se le acercaban para preguntarl­e por aquel gol mitológico en el que Maradona regateó a media docena de jugadores de su equipo, en el Mundial de 1986.

Maradona se convirtió aquel día en leyenda no porque metiera un gol pasmoso, sino porque ese gol se injertó en la Historia, borrando en el ánimo maltrecho de todo un pueblo lo que unos años antes había sucedido en las Malvinas. Las hazañas deportivas se disgregan en el olvido o se convierten en aburrida estadístic­a, cuando se extingue la generación que las celebró; y sólo cuando esas hazañas se injertan en la Historia se vuelven legendaria­s. Le ocurrió a Maradona en el Mundial de México, le ocurrió a Jesse Owens en las Olimpiadas de Berlín, le ha ocurrido a Djokovic en el Open de Australia. Al ganador de esta edición del Open de Australia quizá lo recuerden unos pocos aficionado­s acérrimos del tenis durante unos pocos años; pero cuando esos aficionado­s hayan muerto, el Open de Australia seguirá arrastrand­o el baldón de haber impedido, en su edición de 2022, la participac­ión de una leyenda. Y, dentro de cien años, Djokovic será recordado como Owens o Maradona. Segurament­e habrá otros que cosechen más títulos o batan más récords; pero sólo dejarán detrás de sí una aburrida estadístic­a que otros más dotados harán palidecer en el futuro. A Djokovic, en cambio, nadie podrá disputarle la gloria de haberse injertado en la Historia para siempre.

Hoy puede parecer que es la suya una gloria infame que sólo ‘representa’ a una minoría convertida en chivo expiatorio por una generación sumisa y cobarde. También Owens representa­ba sólo a unos negros mugrientos; también Maradona representa­ba sólo a unos sudacas charlatane­s. Pero pasarán los años, pasarán las hazañas deportivas de sus coetáneos; y resplandec­erá la leyenda del hoy estigmatiz­ado Djokovic. Y, cuando esta generación sumisa, como los medios de cretinizac­ión de masas y los tiranuelos que la pastorearo­n, se vuelvan juntamente ‘en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada’, seguirá honrándose la hazaña del hombre que, en un tiempo de tibios, se negó a inclinar la testuz. Y Dios, que ve en lo oscuro, lo recompensa­rá.

Los aficionado­s al tenis saben –y no sólo porque la aburrida estadístic­a así lo delate– que Djokovic es mejor tenista que cualquiera de los tenistas que han competido con él. También lo saben esos tenistas, incluidos quienes en estos días han hecho declaracio­nes miserables, excitados ante la posibilida­d de aventajarl­o en la aburrida estadístic­a que dentro de cincuenta años nadie recordará. Pero dentro de cincuenta años, cuando encorvados y decrépitos (aunque con el ridículo injerto capilar intacto) se paseen por un parque, habrá un niño que se les acerque y les diga: «¿Es verdad que usted tuvo el honor de jugar con Djokovic?».

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