DICK CHENEY COMO HÉROE DEMÓCRATA Y OTROS LOGROS DE TRUMP
El que fue vicepresidente con George W. Bush, vilipendiado por la izquierda, es hoy aclamado por ella simplemente por plantarle cara al expresidente
Nadie en Washington hubiera imaginado que a su regreso al Capitolio, Dick Cheney iba a ser recibido como un héroe… por los demócratas. El que para la izquierda fue el señor de las sombras, el poder oscuro, artífice de la tortura, arquitecto de Guantánamo, invasor de Irak, se convirtió el 6 de enero de 2022 en el único republicano, junto a su hija Liz, en tener el gesto de acudir a la Cámara de Representantes, en la que sirvió entre 1979 y 1989, para honrar a las víctimas de la insurrección y el saqueo del Capitolio con un minuto de silencio.
La estampa era ciertamente desconcertante. La presidenta de la Cámara, la demócrata Nancy Pelosi, presidía sobre el hemiciclo en el minuto de silencio. La parte demócrata, a su derecha, estaba tan llena como permitían los protocolos de sanidad por la pandemia. Y a la izquierda, en la bancada republicana, solos los dos Cheney: la hija, que es ella misma diputada y ha roto con su partido por su ciega defensa de Donald Trump, y el padre, vicepresidente entre 2001 y 2009, que quiso estar presente en tan aciaga jornada para, según dijo después, poner de relieve que la democracia no es algo que deba tomarse por sentado, ni siquiera dentro de Estados Unidos.
Tras el acto institucional para recordar el saqueo en que una turba trumpista clamó por la ejecución del vicepresidente Mike Pence, muchos demócratas rodearon entusiasmados a Cheney, esperando para conocerle, darle la mano, agradecerle su asistencia.
Hace apenas 15 años, cuando Cheney aun estaba en el poder con George W. Bush, esos mismos demócratas lo consideraban el mal en persona, le culpaban de todas las desgracias que asediaban a la nación, de las guerras interminables, de la tortura en las cárceles secretas de la CIA, de Abu Ghraib. Este jueves, aun con una máscara cubriéndole la boca —negra, por supuesto, nunca fue dado Cheney a los blancos o los colorines— numerosos diputados de izquierda se tomaban selfis y le daban al flash.
Especialmente llamativo fue que antes del minuto de silencio, Pelosi, la líder demócrata en el Capitolio, se acercara a los Cheney y saltándose el protocolo sanitario con el que suele ser muy escrupulosa le diera al padre un largo apretón de manos.
Ambos se conocen de hace mucho. En 2006 Pelosi se alzó con el liderazgo demócrata con sus durísimas críticas a la Administración Bush, llamando al presidente «incompeten
Viejos enemigos íntimos
PELOSI, LA LÍDER DEMÓCRATA EN EL CAPITOLIO, SALUDÓ A CHENEY CON EFUSIVIDAD. EN 2007, ÉL LA ACUSÓ DE FAVORECER LOS INTERESES DE AL QAIDA
te» e «incapaz», sugiriendo que su mente no estaba a la altura del cargo y acusando a Cheney, un «halcón», un «radical», un «fanático», de manejar los hilos en la sombra para alimentar al gran entramado empresarial militar y del petróleo, este último un sector en el que trabajó como consejero delegado de la empresa Halliburton entre 1995 y 2000.
En 2007, ese hombre al que Pelosi saludó con tal efusividad, al que agradeció su presencia como uno de los garantes de la democracia americana, llegó a acusar a esa misma líder demócrata de estar avanzando los intereses de Al Qaida en el planeta con su oposición a la guerra de Irak. «Si hacemos lo que la señora Pelosi defiende», dijo entonces Cheney durante una visita a Japón, de la que informó este mismo diario, «estaremos validando el punto de vista de Al Qaeda».
Aquellas palabras, durante una visita oficial, provocaron una tormenta política en Washington, y Pelosi, que entonces ya era presidenta de la Cámara, llegó a pedir oficialmente al presidente Bush que repudiara y desautorizara a su lugarteniente, algo que por supuesto aquel no hizo.
Solo una persona podía unir a tan viejos enemigos: Trump, Donald Trump. Liz Cheney, la diputada, que acompañó a su padre durante su lento tránsito por el Capitolio —a sus 80 años ha padecido cinco infartos y camina con lentitud— explicó de este modo su visita: «El futuro de este país está en juego. Y hay momentos en los que tenemos que unirnos para defender la constitución». Preguntada por Trump, Cheney añadió: «Un partido entregado a un culto de la personalidad es peligroso para el país y debemos llegar a un punto en el que el objetivo nuestro sea centrarnos en objetivos, en asuntos importantes, en políticas».
Al padre también le preguntó la prensa, que de repente estaba tan excitada de tener enfrente a Cheney como los propios demócratas.
«Me apena profundamente que el Partido Republicano no tenga mejores líderes para poder restaurar la Constitución», dijo. Preguntado por si le molestaban los constantes insultos de Trump a su hija, el patriarca respondió con su característica voz ronca y ceja arqueada: «Mi hija sabe defenderse muy bien ella sola».
No es que los Cheney estén solos. Muchos republicanos han marcado distancias con Trump y sus huestes. Especialmente Bush y su equipo, a los que el trumpismo se refería despectivamente como amantes de las guerras y el libre comercio, un hatajo de neoliberales sin entendederas. Después de que Bush criticara la insurrección de 2021 como un acto de terrorismo doméstico, Trump le respondió que fue un presidente «fracasado y falto de inspiración».
En sus años en la Casa Blanca era sabido que no toleraba que se fichara a veteranos de la anterior Administración republicana, los «bushies», como los solía llamar él. Eran, sentía, peor que los demócratas, «republicanos solo de nombre». Hay que reconocerle a Trump que cuando hizo una excepción, y fichó a John Bolton, que fue embajador de Bush ante Naciones Unidas, como Consejero de Seguridad Nacional, acabaron casi llegando a las manos. (En uno de sus grandes éxitos de la hemeroteca, el expresidente llamó a Bolton «monigote barriobajero»).
Ya antes, en la toma de posesión de Donald Trump en 2017, Bush no sólo llamó la atención por sus muestras de afecto a Michelle Obama y sus problemas para ponerse un poncho de plástico por la cabeza para protegerse de la lluvia. Tras el enardecido discurso de Trump, en el que este prometió poner fin a «las guerra interminables» y cerrar las fronteras al libre comercio para poner fin a lo que describió como una «carnicería americana» de desempleo y pobreza, George Bush dijo, lo suficientemente alto como para que se le oyera y acabara en el libro de memorias de Hillary Clinton: «Menuda mierda más rara».
Como han apuntado numerosos analistas, desde entonces se comenzaron a divorciar las dos almas del Partido Republicano. La vertiente neoconservadora —la de la responsabilidad fiscal, las bajadas de impuestos, el libre comercio y el refuerzo militar— comenzó a perder protagonismo y poder en beneficio de una nueva ola nacionalpopulista. Trump, en el poder, puso trabas al comercio, pagó subsidios a ganaderos y granjeros y criticó las guerras en Irak y Afganistán no por inútiles sino por caras.
Según Thomas Wright, director del centro de EE.UU. y Europa del prestigioso think tank Brookings, Trump hizo saltar por los aires décadas de política exterior republicana. «Los presidentes Ronald Reagan y George W. Bush colocaron la libertad y la democracia en el centro de su cosmovisión. Apoyaron las alianzas de EE.UU. y abrazaron el libre comercio. Trump vio a los aliados de EE.UU. como oportunistas que se aprovechan de los americanos. Es un proteccionista que ama los aranceles. Se sintió naturalmente atraído por los líderes autoritarios. Y vio la política exterior de los EE.UU. como puramente transaccional, sin el propósito más grande de construir un mundo mejor».
Trump, sin embargo, tiene el control del partido porque desde su inesperada victoria en las primarias de 2016 ha maniobrado con destreza para expulsar a quien le ha llevado la contraria. Puede que pierda elecciones (las dos a las que se presentó en voto popular, solo la última en el colegio electoral) pero saber ganar primarias muy bien.
Según una reciente encuesta del centro Pew, un 67% de republicanos quieren que siga siendo una fuerza decisiva en la política del país. De los 10 diputados republicanos de los 213 que hay que votaron a favor de recusarle en su segundo juicio político por «impeachment», dos han dicho que tiran la toalla y no se volverán a presentar, y el resto se enfrenta a una maquinaria muy bien financiada que va a disputarle las primarias con candidatos seleccionados, fichados y a veces entrenados personalmente por Trump.
Una de ellas es la propia Liz Cheney, que hasta que se convirtió en la cara del anti-trumpismo republicano era considerada la Margaret Thatcher americana, de impecable pedigrí conservador, fiel al credo republicano en todo, desde su oposición al aborto y su defensa de la tenencia de armas, a la inagotable campaña para reducir la presión fiscal y reducir el gasto social y medioambiental.
La cuestión ahora es si Cheney puede ganar unas primarias en su estado. Wyoming es diminuto en población, apenas 578.000 personas en un estado de un tamaño que es casi la mitad de España. Sólo tiene un diputado en la Cámara de Representantes, que desde 2017 es la propia Liz Cheney. Pero Trump ha apoyado a su contrincante, una abogada de nombre Harriet Hageman que se ha disparado en intención de voto, siempre según la prensa local.
Normalmente, quien gana las primarias republicanas gana las elecciones porque en el estado hay 280.000 votantes registrados de los que más de 200.000 son de ese partido.
Ahora bien, las primarias en Wyoming permiten que cualquiera vote si se registra como republicano hasta el mismo día que abren las urnas. Eso significa que Cheney podría convencer a un número de demócratas lo suficientemente nutrido como para imponerse a los designios de Trump.
Un plan B sería presentarse a las elecciones de noviembre de 2022 como independiente, y lograr votos tanto de republicanos como de demócratas e indecisos. Para ello, los líderes demócratas deberían aceptar no presentar a ningún candidato contra ella.
Y eso explica su presencia y la de su padre en ese acto de recuerdo del saqueo del 6 de enero que, sin ellos, no habría contado con un solo republicano. Que Dick Cheney viniera a abrazarse con los demócratas demuestra que Trump ha sido capaz de lo que a muchos se les antojaba imposible.