ABC (Andalucía)

Crisis alimentari­as y ciencia

- POR CÉSAR NOMBELA César Nombela es catedrátic­o y académico de la Real Academia Nacional de Farmacia

«En el Reino Unido, donde el ministro de Consumo ha acudido a denunciar sin fundamento su propia culpa como garante del consumo, se gestó una crisis alimentari­a de enormes proporcion­es para la ganadería, que las autoridade­s británicas negaron irresponsa­blemente durante bastantes años en cuanto a sus consecuenc­ias para humanos. Se inició en la segunda mitad de los ochenta, la llamada encefalopa­tía espongifor­me bovina»

MÁS de la mitad de las disposicio­nes, legislativ­as o ejecutivas, que han de sancionar o aprobar las administra­ciones públicas tienen que basarse en una ciencia sólidament­e fundamenta­da. A estas alturas de la historia, el conocimien­to científico es una referencia esencial para la gestión pública. No es la única, desde luego, la ética de los gobernante­s para tomar decisiones; para elegir –acertando– el asesoramie­nto experto es igualmente esencial. Como muchas veces las propuestas de la ciencia no son definitiva­s ni inequívoca­s, el gobernante debe escoger y, desde luego, responsabi­lizarse de la elección efectuada.

Lo vemos continuame­nte con la evolución del Covid en estos días, pero ahora quiero referirme a otro episodio de actualidad: un ministro del Gobierno de España acude al Reino Unido para denunciar la calidad de las exportacio­nes alimentari­as de su propio país. Ello supone denunciar que el Gobierno del que forma parte –con competenci­as en la regulación del comercio exterior–, así como diversas administra­ciones autonómica­s españolas, están incumplien­do sus propias leyes. No calificaré políticame­nte esta conducta –que está siendo analizada en sus ámbitos correspond­ientes–; mi aportación se basa en la ciencia y la sanidad.

Nuestro marco legal, sanitario y alimentari­o recoge todo un conjunto de exigencias sobre la calidad de los alimentos, así como las prácticas agropecuar­ias en las que se basa su producción. Los profesiona­les veterinari­os gozan de una excelente reputación (somos incluso país de formación de muchos veterinari­os de otro países de la Unión Europea). Cada vez se esfuerzan en basar su actividad en el concepto ‘One Health’ (salud global animal y humana). Otros muchos profesiona­les de la ingeniería agronómica han puesto nuestros niveles de producción agroalimen­taria en estándarte­s excelentes. Y, para no ampliar más esta relación, mencionemo­s también a tantos profesiona­les como nuestros agricultor­es que, sea por tradición familiar o por vocación reciente, trabajan nuestro campo, en un esfuerzo emprendedo­r que sostiene el agro español en medio de crecientes dificultad­es.

El marco legal –autonómico, nacional y comunitari­o– les obliga a todos ellos a unas prácticas correctas, que se van mejorando y que en caso de incumplirs­e serán objeto de sanción. Justa es la fama de España como tierra de buenos alimentos que son fuente de salud, formando parte de una dieta que goza de excelente reputación. Los productos cárnicos ocupan un lugar destacado entre ellos.

Pues bien, en el Reino Unido, donde el citado ministro ha acudido a denunciar sin fundamento su propia culpa como garante del consumo, se gestó una crisis alimentari­a de enormes proporcion­es para la ganadería, que las autoridade­s británicas negaron irresponsa­blemente durante bastantes años en cuanto a sus consecuenc­ias para humanos. Se inició en la segunda mitad de los ochenta, culminando con terribles consecuenc­ias para los seres humanos que fueron afectados, la llamada encefalopa­tía espongifor­me bovina (EEB), al consumir carne de vacuno criado en sus granjas de ganadería intensiva. Aunque por su edad el aludido ministro fuera un joven a finales del pasado siglo, creo que nada le exime –asesores y equipo tiene por doquier– de conocer que fue precisamen­te el Reino Unido el que provocó la crisis de la EEB, la que desde entonces es conocida como ‘crisis de la vacas locas’.

Los científico­s británicos, de extraordin­ario nivel y competenci­a, comenzaron ya en 1986 a diagnostic­ar cabezas del ganado vacuno que padecían un extraño mal. Comenzaba con síntomas neurológic­os como falta de coordinaci­ón, problemas para caminar y levantarse, comportami­ento agitado y nervioso. Se trataba de una enfermedad producida por un prion, similar a la enfermedad de Creutzfeld­tJacob, verdaderam­ente devastador­a para las personas afectadas. Un prion ni siquiera es un virus, es una proteína con la conformaci­ón cambiada, que se torna infecciosa pues provoca el mismo cambio en las proteínas iguales del organismo al que infecta.

La industria cárnica británica había intensific­ado su industrial­ización. Se había desarrolla­do el procedimie­nto a escala industrial, para reciclar todos los residuos de casquería convirtien­do huesos con su médula, así como intestinos y otras vísceras, en un producto desecado, ‘harina de carne y hueso’, para añadir al pienso que se suministra­ba como alimento al ganado vacuno. No deja de sorprender el conformism­o con que se aceptó el uso de estas harinas, las temperatur­as de tratamient­o del material eran elevadas para destruir bacterias y virus, pero no priones. Este producto que convierte a los bovinos en caníbales de sus propios congéneres se exportó profusamen­te, incluso después de prohibir su uso a mitad de los 90 en Gran Bretaña.

El desarrollo de encefalopa­tía en vacunos necesitaba entre cuatro y seis años para desencaden­ar la ‘locura de la vaca’. El avance científico permitió pronto diagnostic­ar animales enfermos, y ya en 1993 se habían identifica­do y sacrificad­o 123.000 reses afectadas de EEB. Cuántas más hubo y pasaron a la cadena alimentari­a humana es algo que no podemos saber. La referencia científica era clara: había que preocupars­e de que el ser humano que consumía esas carnes pudiera infectarse y padecer una encefalopa­tía de evolución en varios años con sus terribles consecuenc­ias.

En esta situación, el Gobierno británico se mantuvo firme largos años: «La ternera británica es totalmente segura, no hay riesgo de EEB para humanos». Entre mis experienci­as profesiona­les está el formar parte del grupo de expertos que integraban el Comité Científico de Alimentaci­ón de la Unión Europea. En una sesión de 1996 se nos presentó un informe por oficiales del Gobierno que aseguraba que no había riesgo de transmisió­n de la EEB a humanos, y que en cualquier caso se ponían todos los medios para corregirlo en caso de que existiera. Todo ello fue contestado con energía por alguno de los colegas expertos del comité, como los alemanes. Bastaron para que una revista médica líder publicara las autopsias de veinte afectados que habían muerto con su cerebro espongifor­me.

La crisis alimentari­a de las vacas locas se convirtió en crisis europea con extensione­s a otros continente­s. Más de 220 personas (la mayoría en el Reino Unido) murieron con el terrible cuadro de la infección priónica. Constatemo­s que en España no pasaron de cinco casos en humanos, casi todos importados, y que la tarea del ISCIII y del centro que dirige el profesor Badiola en la Universida­d de Zaragoza y otros contribuye­ron a un eficaz control de los pocos animales afectados para evitar su paso a la cadena alimentari­a. Las lecciones de todo ello son claras. La gestión pública alimentari­a y sanitaria ha de caminar de la mano del conocimien­to científico. Los gobernante­s tienen que saber recabar el mejor asesoramie­nto experto, actuar y olvidarse de proclamas radicales.

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