Narciso frente al espejo
La obligación de un buen gobernante es convencer a los ciudadanos de que sabe cómo resolver los problemas que les inquietan
SIEMPRE que oigo a Sánchez hablar de el Covid me invade la funesta tentación de hacerme negacionista. No es solo por la cantidad de veces que ha hecho pronósticos insensatos, luego desmentidos por la realidad de los hechos, o por los numerosos vaivenes de su discurso sanitario. Lo que más me toca las narices es la jactancia estúpida con la que trata de demostrar que domina lo que ignora. Cualquiera se delata cuando explica lo que no sabe. Sánchez, más. La presunción añade un punto de impostura al desconocimiento. Él, además de estar pez en la materia, engola la voz cada vez que abre la boca como si fuera un repelente niño Vicente dando una clase magistral en un certamen de eruditos. Pretende hacernos creer que ha hecho un máster en virología y que además de doctor ‘cum fraude’ en diplomacia económica lo es ‘cum laude’ en enfermedades contagiosas. Narciso frente al espejo, vaya. Debe ser que alguien le ha explicado que un líder político no puede permitirse el lujo de titubear cuando comparece en público. La obligación de un buen gobernante es convencer a los ciudadanos de que sabe cómo resolver los problemas que les inquietan. El principio es correcto. La ejecución, no. Tranquiliza mucho menos la imagen del político de turno a los mandos de un avión de pasajeros que la de ese mismo político confiándole el control a un aviador avezado. A mí, francamente, me trae sin cuidado cuánta epidemiología haya podido aprender el presidente del Gobierno en el último año y medio, o lo bien o mal que venda sus progresos. Lo que quiero saber es de quién es la mano que mece la cuna.
La fe en el sistema se basa en el credibilidad de las personas que lo pueblan. Las voces autorizadas pueden más que las objeciones leguleyas. La única manera de estar razonablemente seguro de que no hay un complot de fuerzas oscuras para inocular microchips con cada vacuna que nos inyectan es fiarse del sistema. Ese mismo razonamiento, pongo por caso, es el que me hace escuchar con más atención las alarmas que previenen del cambio climático que las refutaciones negacionistas. Prefiero el criterio de la mayoría de los expertos al de los contradictores recelosos que tienden a no tener ni pajolera idea de lo que es la capa de ozono. Aunque, por supuesto, les reconozco el derecho a discrepar. A veces aciertan. Yo estaba casi seguro de que había armas de destrucción masiva en Irak porque me fiaba mucho más de los analistas occidentales que de la guardia pretoriana del sátrapa Husein. En el caso del Covid, aun así, me sigo sintiendo más cerca de la OMS que de Novak Djokovic y atenderé las recomendaciones sanitarias que emanan del sistema porque quiero pensar que las inspiran quienes mejor saben combatir, aunque no sea del todo, al maldito virus de los cojones. Por eso imploro que Sánchez se calle cuanto antes. Pincho de tortilla y caña a que si sigue sentando cátedra la pandemia no acabará jamás.