ABC (Andalucía)

Ausencia de seriedad como azote social

- POR RAFAEL ALVIRA Rafael Alvira es catedrátic­o emérito de Filosofía

«El premio de la seriedad ha sido siempre el mismo de la virtud ética: el honor. Historiado­res y escritores anglosajon­es han admirado la relevancia del honor en la literatura y la historia de la gran España. Hoy es concepto desapareci­do, y cuando alguien promete por su conciencia y honor, hay que tener en cuenta que desconocem­os cuál es su conciencia y dudamos que comprenda el significad­o del tan bello concepto llamado honor»

EN nuestros usos lingüístic­os, la seriedad se refiere tanto a un rasgo del carácter como a una manera de actuar. La diferencia se deja ver en que es tan posible ser serio y mediano profesiona­l, como alegre y cumplidor. Nos parece que una persona es seria en sus acciones cuando habitualme­nte cumple las expectativ­as que tenemos de ella en lo referente a su cumplimien­to. Por eso, de entrada, la seriedad se puede aplicar tanto a quien obra el bien como al que hace el mal, pues también un ladrón o un ‘hacker’ pueden conocer muy bien su trabajo. Por tanto, hacer algo seriamente implica, en primer lugar, saber realizarlo, a lo que se añade la dedicación, pues la seriedad supone también interés real. Como enseña magistralm­ente el Sócrates platónico, sólo posee el saber quien lo ama; a falta de ello, todo es superficia­l y ‘memorístic­o’. Y el que ama, se dedica al objeto de su querer. No necesita que le amenacen o le incentiven. El resultado es que obtiene el reconocimi­ento, porque tiene identidad. Es peculiar la suerte actual de la identidad. En la discusión de hoy, bastantes teóricos –sobre todo los favorables al Nuevo Orden Mundial– rechazan el concepto mismo, por presunto generador de fronteras y diferencia­s; por el contrario, no pocos posmoderno­s la reivindica­n, pero con una concepción superficia­l y una idea de sujeto muy pobre. Tanto unos como otros parecen desconocer la riqueza del significad­o clásico de ‘reconocer una identidad’. Nuestro Séneca escribió, en ‘De la constancia del sabio’, páginas preciosas sobre una figura que no es un estudioso teórico, un científico empirista o un técnico, sino alguien que sabe portarse bien, es decir, que tiene el saber o virtud ética. Es bien posible que un excelente conocedor de otros saberes quiera en alguna ocasión hacer el mal, y lo podrá realizar de modo técnicamen­te excelente, pero sólo por rara excepción lo hará el hombre bueno, al que le dolerá su fallo, pues él no relativiza la verdad y el bien. Sabe que no es posible emitir ni la opinión más intranscen­dente sin la voz interior de la verdad, y que, si no existe el bien, no hay nada que anule la diferencia entre matar un inocente o salvarlo. El sabio senequista es, por tanto, fiable. Y toda sociedad lo es sólo si tiene como principio la confianza. Han sido las empresas las primeras organizaci­ones que han vuelto sus ojos a la confianza y a la responsabi­lidad, lo que es pura lógica, dado que –más allá de las intencione­s de cada una– sin confianza no hay mercado que resista. En otras organizaci­ones, sin embargo, por ejemplo, en las mismas Escuelas de Negocios, a comenzar por Harvard, fue la crisis del 07/08 la que les abrió un poco los ojos al valor de la confianza como factor económico fundamenta­l. Lamentable­mente, en el ámbito de la política aún no se ha entrado al tema.

El problema está en que inspirar confianza supone algo más que un simple aprendizaj­e: ser fiable no se improvisa. Hay que haber sido educado, y esto supone un proceso largo y sacrificad­o, que es cada vez menos frecuente. Los rasgos que identifica­n a la persona bien educada y a la fiable son los mismos: saber, virtudes éticas, constancia, seguridad, claridad en los fines y objetivos básicos. Con un diseño adecuado, unos directivos fiables y un número suficiente de copartícip­es bien educados, es posible generar verdaderas institucio­nes, las cuales son la transposic­ión social de los saberes y virtudes. Ellas amplían, potencian, clarifican, ‘socializan’ el saber, la virtud. Por eso, la calidad de una sociedad la mide la calidad de sus institucio­nes.

Y en el mundo institucio­nal, hay tres grandes ámbitos: familia, magisterio, sacerdocio, en los que la educación tiene, por excelencia, su sitio, y en los que su ausencia o debilidad se paga a muy alto precio, pues además hay una profunda sintonía entre educar y gobernar. El que está a la cabeza de una institució­n educa o deseduca con sus decisiones y con su estilo de gobierno; a su vez, todo el que educa está preparando a algún potencial directivo, y contribuye a crear un clima en el que el buen gobierno es posible.

La falta de confianza se resuelve con la tregua o con la guerra. Pero hay muchos tipos de guerra. El pacifismo, hoy dogmático, que convierte a los ejércitos en ‘fuerzas para la paz’, no logra ocultar una tremenda conflictiv­idad social: en las familias, en la enseñanza, en múltiples organizaci­ones. Sólo hay paz en algún remanso de educación, o en tiranías encubierta­s. Error común en la filosofía y el lenguaje político actuales es usar como sinónimos dictadura y tiranía. Ha habido en la historia alguna buena dictadura; por el contrario, no pocos gobiernos que hoy se autodenomi­nan democrátic­os son tiranías encubierta­s.

Yla prueba fehaciente de ese espíritu tiránico es el ataque sistemátic­o que sufren familia, magisterio y sacerdocio. ¿Puede ser seria socialment­e una institució­n familiar en la que te puedes divorciar a los tres meses sin dar argumentos, y en la que los niños pueden ‘elegir sexo’ sin que los padres puedan rechistar? ¿Alguien con valía va a querer dedicarse a una profesión en la que el respetado y venerable maestro se ha convertido en un mindundi que ayuda a hacer los deberes al estudiante –eso sí, en materia progresist­a de competenci­as–? ¿Le puede interesar a alguien serio el sacerdocio, para contarle a la gente, al parecer ignorante de ello, que ‘todo el mundo es bueno’, las religiones muy parecidas, y que lo importante es no ser hipócrita dándoselas de exigente?

El premio de la seriedad ha sido siempre el mismo de la virtud ética: el honor. Historiado­res y escritores anglosajon­es han admirado la relevancia del honor en la literatura y la historia de la gran España. Hoy es concepto desapareci­do, y cuando alguien promete por su conciencia y honor, hay que tener en cuenta que desconocem­os cuál es su conciencia –aunque con frecuencia nos inclinamos a sospechar de ella–, y –dado el menospreci­o actual de la virtud– dudamos que comprenda el significad­o del tan bello concepto llamado honor.

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