EL JUICIO DEL SIGLO
La familia Sackler, propietaria de Purdue Pharma, se enfrenta al pago de una indemnización millonaria por los efectos del OxyContin, un fármaco opiáceo que provocó cientos de miles de muertos en Estados Unidos y la adicción de millones de personas
Si el pleito contra las empresas tabacaleras a mediados de la década de los 90 acabó con la condena a cinco fabricantes a pagar una indemnización a plazos de 240.000 millones de dólares, los tribunales estadounidenses se enfrentan ahora a otro litigio en el que miles de demandantes exigen a la familia Sackler que haga frente a sus responsabilidades civiles y penales por la comercialización de OxyContin, producido por Purdue Pharma, un medicamento que ha provocado cientos de miles de víctimas y la adicción de millones de personas.
La familia Sackler, que había convertido una compañía que fabricaba laxantes en los años 50 en un gigante de la industria farmacéutica, decidió suspender pagos en el otoño de 2019 cuando había sido demandada por 25 Estados, a los que se habían sumado miles de ciudadanos estadounidenses que exigían indemnizaciones por la muerte de sus familiares.
Los Sackler intentaron llegar a un acuerdo para evitar un juicio de imprevisibles consecuencias y, sobre todo, para eludir sentarse en el banquillo. Ofrecieron la entrega de sus acciones a un fideicomiso y el pago de 1.000 millones de dólares. Pero los fiscales no sólo no aceptaron el acuerdo sino que lo tacharon de una burla. Calcularon que la familia había obtenido unos dividendos de 14.000 millones por la venta del OxyContin y subrayaron que no era posible ningún pacto sin la asunción explícita de responsabilidades por el desarrollo de este opioide, mucho más adictivo que los derivados de la morfina.
Ante la elevada probabilidad de tener que desembolsar una suma que les privaría de toda su fortuna y sus posesiones inmobiliarias, los Sackler decidieron presentar la suspensión de pagos en un juzgado de White Plains (Nueva York). El juez Robert Drain paralizó todas las acciones judiciales en curso contra Purdue hasta la resolución definitiva de la quiebra. Finalmente, Drain aceptó que los propietarios renunciaran a sus acciones y se comprometieran a pagar una indemnización de 4.500 millones de dólares. A cambio, el tribunal consideraba saldadas todas las responsabilidades de la familia. Muchos de los 3.000 demandantes se indignaron por considerar que la decisión de Drain garantizaba la impunidad a los Sackler.
«Ellos se han librado del castigo, pero mi hijo murió por su culpa. Su dinero está manchado. Nadie me lo va a devolver», declaró uno de los litigantes, que valoró el acuerdo judicial como una injusticia y una afrenta a las víctimas.
El pasado 17 de diciembre Colleen McMahon, una juez de Nueva York, falló que el acuerdo al que había llegado Drain con la familia Sackler para
cerrar el caso carecía de validez legal. Argumentaba que un tribunal de quiebras no posee jurisdicción para privar de derecho a los perjudicados de entablar nuevas acciones legales contra los antiguos accionistas de Purdue. La resolución de la juez neoyorquina devuelve la situación al punto donde se encontraba hace tres años cuando los Sackler se habían gastado una cantidad de 700 millones de dólares en contratar a los mejores abogados para defenderse en cientos de pleitos por todo el país. En muchas ocasiones, los dueños de la empresa aceptaron pagar indemnizaciones de millones de dólares a cambio de que los documentos que les incriminaban permanecieran en secreto.
A diferencia de los Rockefeller, los Morgan o los Vanderbilt, los Sackler forman parte de una saga de tres generaciones que, hasta hace poco tiempo, eran unos totales desconocidos. Nunca aparecían en la prensa y se enmascaraban tras una serie de ejecutivos, muy bien pagados y fieles a la familia. Siempre negaron tener información sobre la gestión y los productos de Purdue, lo cual era absolutamente falso como se demostró ante la Justicia. Los fiscales se habían incautado de correos y documentos que demostraban que la familia conocía las contraindicaciones del OxyContin y sus versiones anteriores.
La historia de la familia Sackler ha sido contada por el periodista Patrick Radden Keefe, colaborador de ‘The New Yorker’, en un libro en el que empleó más de tres años de investigación: ‘El imperio del dolor’ (Reservoir
Books). Es una obra en la que reconstruye el pasado de los tres hermanos Sackler, nacidos en el seno de la familia de un inmigrante judío de Galitzia a Brooklyn a principios del siglo pasado. Ganaron una inmensa fortuna gracias a su osadía y su capacidad innovadora. Isaac, su padre, tenía un próspero comercio de alimentación que permitió financiar los estudios de Medicina a sus tres hijos varones.
Arthur Sackler, el mayor de los hermanos, trabajaba en una clínica neoyorquina llamada Creedmoor cuando descubrió que se podía tratar las enfermedades mentales como la esquizofrenia con fármacos en lugar de aplicar descargas de electroshock a los enfermos. Empezó a administrar histamina a sus pacientes con resultados favorables. Corría el año 1942. Ello le llevó a investigar nuevos tratamientos contra el dolor.
Revistas médicas
Sackler era un médico muy ambicioso, con inquietudes culturales y una extraordinaria capacidad de seducción. Adquirió la agencia McAdams, con sede en la calle 43 de Nueva York, cuyos principales clientes eran empresas farmacéuticas como Roche y Pfizer. Poco después, se dio cuenta de que podría defender mejor los intereses de sus clientes mediante el control de las principales revistas médicas del país. Ello le impulsó a comprar MD Publications, en la que hacía pasar como información científica lo que no era más que propaganda comercial. Incluso cruzó la frontera de respaldar la efectividad de algunos fármacos mediante el aval de prestigiosos doctores que no existían.
Según relata Keefe en su libro, Sackler ganó millones de dólares al obtener un porcentaje de las ventas de Librium y Valium, dos productos de Roche. Las revistas eran también muy rentables, gracias a la publicidad de las empresas, lo que le permitió comprar una mansión en Rhode Island y gastarse un fortuna en antigüedades chinas, su gran pasión.
Sackler se divorció de su primera mujer con la que tenía dos hijos y se casó con una emigrante alemana llamada Marietta Lutze, superando la oposición de su familia. Pero siguió visitando a su primera esposa que, 20 años después de su separación , continuaba siendo la propietaria de casi la mitad de sus bienes. Luego hubo otra tercera esposa mucho más joven que él. Las tres mujeres le defendieron cuando se enfrentó a problemas legales y proclamaron que era un hombre generoso, un buen marido con sensibilidad para las causas sociales.
Para cerrar el círculo, Sackler invirtió en una empresa llamada IMS, dedicada a la investigación del marketing farmacéutico. Ello le permitía tener acceso a la reacción de los consumidores sobre los fármacos y a las preferencias del público. Sabía dónde y por qué se vendía cada medicamento.
Sackler tenía un competidor llamado W. Frohlich, que rivalizaba con McAdams. Pronto ambos llegaron a un acuerdo por el que se asociaban para repartirse los clientes. Frohlich se comprometió, como así sucedió, a traspasar la propiedad de su agencia a Sackler en caso de fallecimiento.
En 1952, los tres hermanos compraron Purdue Frederick, una pequeña empresa que les sirvió para materializar sus ambiciones. Mientras Arthur se dedicaba a la agencia y las publicaciones, Mortimer y Raymond, se ocupaban de la gestión de la compañía. Pero las decisiones estratégicas las tomaba Arthur, que ejercía de padre y mentor de sus hermanos menores.
A finales de los años 50, el Senado estableció una comisión para investigar a la industria farmacéutica, a la que se acusaba de engañar a los clientes con prospectos que no reflejaban los peligros de algunos medicamentos. El asunto le afectaba de lleno a Arthur Sackler, que era el gran muñidor de los intereses del sector. Interrogado por el senador Kefauver, presidente de la comisión, sobre los efectos contraproducentes de un fármaco cardíaco, Sackler respondió con agudeza: «Prefiero quedarme calvo a tener obstruidas las coronarias». La investigación fue cerrada sin resultados concretos, pese a que ponía en evidencia la falta de controles de la Federal Drug Administration (FDA). En realidad era mucho peor: Sackler había pagado cientos de miles de dólares a Henry Welch, uno de los directores de la FDA, para que hiciera la vista gorda sobre los daños colaterales de algunos medicamentos.
Los Sackler habían comprado una empresa de Nueva Jersey que fabricaba productos químicos de alta peligrosidad. En concreto, mezclaba en unas gigantescas cubas hidrosulfito de sodio con polvo de aluminio y otros ingredientes, creando una sustancia utilizada por la industria electrónica. Las medidas de seguridad eran inexistentes y los trabajadores estaban muy mal pagados. Cinco operarios murieron a causa de una explosión.
Hubo una investigación penal, pero el nombre de los Sackler nunca apareció en el sumario. Eso sí, realizaron una generosa contribución a las familias de las víctimas.
Fue a principios de los 60 cuando Arthur Sackler empezó a hacer cuantiosas donaciones a museos y universidades, a los que exigía que bautizaran con su nombre galerías, cátedras y centros docentes. Logró que el Metropolitan Museum de Nueva York acogiera sus numerosas y costosas obras de arte chino y el templo egipcio de Dendur a cambio de que su apellido figurara en la galería donde se exponían sus posesiones, cedidas temporalmente a la institución.
Los hermanos realizaron elevadas donaciones económicas a la Universidad de Nueva York, a la de Tuft, a Yale, al Smithsonian Institute, a la National Gallery de Londres e incluso al Louvre. Todo a cambio de que apareciera su nombre como benefactores del arte y la cultura. Seguían su política de anonimato absoluto en los medios, pero les gustaba aparecer como mecenas de grandes instituciones.
El hermano mayor acabó por desligarse completamente de Purdue en los años 60 cuando surgieron las primeras diferencias entre los Sackler. Raymond dirigía el negocio en Estados Unidos y Mortimer intentaba expandir la venta de fármacos a Europa. Para ello, compró una empresa en Gran Bretaña llamada Napp que tenía fama de capacidad innovadora y que contribuyó al desarrollo del Contin. Poco después, los dos hermanos crearon Purdue Pharma para desarrollar nuevos medicamentos. Purdue Frederick siguió operando como fabricante de fármacos convencionales como laxantes, desinfectantes y productos de bajo valor añadido.
Aunque Raymond y Mortimer estaban presentes en los consejos de las empresas familiares y supervisaban todas las decisiones, optaron por dejar sus responsabilidades en primera línea. El que tomó las riendas de todos los negocios fue Richard Sackler, hijo de Raymond y una persona irascible con escasa empatía, dotada de una ambición extrema. Era un ejecutivo autoritario que no aceptaba las discusiones. Cuando alguien le contradecía, le despedía.
Fármaco contra el dolor
Fue Richard Sackler el que intuyó las posibilidades comerciales del Contin, un medicamento derivado de la oxicodona, un fármaco de la familia de los opiáceos. Había sido desarrollado para el tratamiento contra el dolor a comienzos de los 70. Su administración fue aprobada por la FDA, que aceptó que en el prospecto constara expresamente que no creaba adicción. Ello era falso.
«El Contin era un medicamento increíble porque permitía que los pacientes de cáncer no fueran hospitalizados. Antes de este fármaco, tenían que ser hospitalizados», manifestó años después Kathe Sackler, hija de Mortimer. La comer
Ocultaron los efectos adversos EL CONTIN FUE COMERCIALIZADO CON UNA GRAN CAMPAÑA DE PUBLICIDAD QUE LO PRESENTABA COMO UNA MEDICINA MILAGROSA CONTRA EL DOLOR
cialización del Contin fue acompañada de un gran campaña de publicidad. Sackler contrató a médicos y expertos para que presentaran el producto como una medicina milagrosa y la empresa fichó a cientos de vendedores para que colocaron el fármaco. Hacían regalos al personal sanitario, organizaban viajes y congresos y remuneraban generosamente a quienes recetaban sus pastillas de oxicodona.
En sus intentos de captar una atención favorable, los Sackler convencieron de sus beneficios a uno de los pioneros en tratamientos contra el dolor, llamado Russell Portenoy, que se sumó a su causa y manifestó que el Contin era «un regalo de la Naturaleza». Purdue suministraba pastillas de hasta 80 miligramos con la indicación de que sus efectos duraban 12 horas sin crear adición. No era cierto.
Richard Sackler y sus tíos sabían por la información de sus comerciales y de algunos médicos que el Contin era muy adictivo y que tenía importantes efectos secundarios. Se compraba clandestinamente en grandes cantidades y se vendía como droga. Decenas de miles de ciudadanos eran adictos y cientos de ellos fallecieron por sobredosis. Pero la familia ignoró las advertencias y respondió a sus detractores que los problemas venían por el mal uso del medicamento. No eran personas que se habían convertido en adictas al Contin sino drogadictos que abusaban de un fármaco que ayudaba a millones de ciudadanos a evitar el dolor, decían.
La práctica habitual de quienes se habían hecho dependientes era machacar las pastillas para aumentar sus efectos. Como el escándalo iba creciendo y algunos fiscales empezaban a investigar sobre el medicamento, los Sackler lanzaron en 1996 el OxyContin, que no podía ser fragmentado. Fue presentado como un gesto de buena voluntad de la empresa para evitar su uso abusivo. El OxyContin fue uno de los mayores éxitos de la industria farmacéutica. En 1999 generaba unos ingresos superiores a los 1.000 millones de dólares en EE.UU..
Sus ventas crecían año a año, mientras la empresa invertía en nuevas fabricas y contrataba ejecutivos con un salario muy por encima del mercado. La única condición era que guardaran silencio e ignorasen los peligros del fármaco. Estos quedaron en evidencia cuando Barry Meier, periodista del ‘New York Times’, publicó en 2001 que el OxyContin era adictivo y había provocado la muerte de cientos de personas. Fue incluso más lejos al apuntar que Purdue había ocultado deliberadamente los efectos de su producto. Los Sackler reaccionaron y el periodista fue apartado por sus presiones de la cobertura del asunto.
Pero ello no sirvió para tapar el escándalo. Joe Famulano, fiscal de Kentucky, abrió una investigación tras declarar que el OxyContin era peor que «una plaga de langostas». Otros dos fiscales de Abingdon (Illinois), Randy Ramseyer y Rick Mountcastle, se sumaron a la iniciativa de Famulano y empezaron a indagar. Los ejecutivos de Purdue intentaron desorientarles y presentarles como unos maniacos, pero finalmente obtuvieron el respaldo de su jefe. Redactaron un escrito de acusación de 352 páginas, pidiendo 1.600 millones de dólares de indemnización. Pero su acción fue archivada por cuestiones formales y los Sackler pudieron librarse.
Su trabajo no fue en vano porque en 2006 miles de demandantes y varias decenas de Estados se habían querellado contra Purdue Pharma. Un juzgado de Virginia recogió estas iniciativas y decidió encausar a la empresa y sus directivos. Un año después, Purdue llegó a un acuerdo con los litigantes. Aceptó pagar una multa de 600 millones de dólares y tres ejecutivos reconocieron que habían actuado con negligencia. Fueron inhabilitados. Uno de ellos era Howard Udell, abogado de los Sackler y hombre de su total confianza. La familia le siguió pagando un sueldo y le compensó por el sacrificio. Pero el pleito de Virginia abrió una brecha irreparable, ya que, por primera vez, la empresa reconocía que había minusvalorado los riesgos de su medicamento y que había actuado con negligencia.
Como era previsible, el fallo de Virginia alentó nuevas demandas y nuevas investigaciones de los fiscales. Un informe solicitado por los jueces calculaba que 165.000 estadounidenses habían perdido la vida entre 1999 y 2016 por la adicción al OxyContin. El escándalo era ya un clamor en 2018 cuando Maura Healey, fiscal de Nueva York, presentó una nueva acusación con pruebas de demoledoras contra las prácticas de Purdue. Muchos estados se sumaron a la iniciativa y empezaron a llover nuevas reclamaciones contra la empresa. Fue en ese momento cuando los museos y las universidades se vieron obligadas a retirar el nombre de los Sackler.
En 2020, el Congreso citó a declarar a David y Kathe Sackler, que tuvieron que reconocer el daño causado por la compañía, aunque intentaron desligarse de toda responsabilidad. Una mujer llamada Barbara van Rooyan, residente en California, señaló que su hijo había fallecido en 2004 tras ingerir el OxyContin. «Durante el primer año me levantaba todas las mañanas deseando estar muerta también. El dolor por la pérdida de un hijo se lleva toda la vida», aseguró.
Nan Goldin, una activista que había liderado el movimiento de protesta contra los Sackler, afirmó: «Mi adicción acabó con todas mis relaciones. Rompí con mi familia y destruyó mi carrera. Ahora trato de ser la voz del medio millón de víctimas que no pueden hablar».
Kathe Sackler escuchó esos testimonio y respondió que lamentaba el daño causado por el OxyContin, pero subrayó que el consejo de administración y la familia siempre se habían comportado de manera ética. Recalcó que no se sentía responsable moralmente del mal uso del fármaco. Y aseguró que millones de pacientes se habían beneficiado de sus efectos.
Según relata Keefe en su libro, un policía llamado Clay Higgins manifestó que en Louisiana «todo el mundo sabía los efectos del OxyContin» y que la empresa se había enriquecido con su venta. A su juicio, los Sackler eran unos mentirosos.
Testaferros y paraísos
Hoy nadie sabe cuál es la fortuna de la familia ni dónde se halla porque los Sackler han creado una red de testaferros y tienen miles de millones de dólares en cuentas en paraísos fiscales. Ya no son propietarios de Purdue e incluso se han desprendido de suntuosas casas en Manhattan, Rhode Island, California y Florida y otros lugares del país. Algunos han cambiado de residencia y otros han mudado sus domicilios a Europa. Pero ello no ha evitado que el apellido de la familia sea ahora símbolo de iniquidad y de unas prácticas inmorales que cruzaron todas las líneas rojas.
EE.UU. ha sido testigo de grandes pleitos contra las compañías tabacaleras, contra otras farmacéuticas como Johnson & Johnson, condenada recientemente a pagar por unos polvos de talco cancerígenos, o contra Pacific Gas, que tuvo que enfrentarse a la demanda de Erin Brokovich que concluyó con una indemnización de 335 millones de dólares para compensar a las familias de las personas que habían sufrido muerte o graves lesiones por sus vertidos.
Lo que sí se puede afirmar es que los Sackler han perdido ya la batalla por lograr su impunidad. Intentaron hacer valer su influencia personal, contrataron a ex fiscales y políticos como Rudolph Giuliani, consiguieron el apoyo de la Administración Trump y no dudaron en intimidar a sus demandantes y a os periodistas que investigaron sus abusos. Ahora se enfrentan a un nuevo proceso en el que, si un milagro no lo impide, tendrán que sentarse en el banquillo y pagar por el mal que hicieron.
Pierden la batalla por lograr su impunidad LOS SACKLER CONTRATARON A EXFISCALES Y POLÍTICOS E INTIMIDARON A SUS DEMANDANTES Y A LOS PERIODISTAS QUE INVESTIGARON SUS ABUSOS