ABC (Andalucía)

El mayor de todos los cantaores

Además de fandangos, también interpretó soleares, seguirilla­s y tangos y muchos otros palos. Cantaor de culto, rehuyó de los tablaos de la época

- LUIS YBARRA RAMÍREZ

SE ha ido con un fandango en los labios. Como quien dice, cantando, para acostarse bajo una piedra junto a su mujer en un cementerio madrileño. A los 91 años grabó su último disco, ‘Sigo siendo’, en el que colaboran, entre otros, Israel Férnandez, el promotor de aquel proyecto, Vicente Amigo, Pepe Habichuela, Parrita, Guadiana, Duquende, Manuel Parrila, Diego Amador, Diego del Morao y un sinfín de primeras espadas del género jondo. Antonio, a quien todos conocían como El Rubio, fundador de toda una dinastía, ha muerto a los 95 en el Hospital Virgen de la Victoria de Málaga.

Lo ha hecho cuatro años después de esa hazaña, al calor de un montón de voces que lo recuerdan cada vez que se abren. La de su hijo, Miguel, y su nieto, Ingueta, ambos cantaores que todavía presumen de un sello inconfundi­ble: el que él creó. Y el que siguieron figuras de la talla de Camarón de la Isla. Camarón de Pitita, otro de sus hijos, este guitarrist­a, recibió su apodo de esta caudalosa amistad.

El de San Fernando grabó por primera vez su fandango en el álbum con el que se estrenó en la industria discográfi­ca junto a Paco de Lucía: ‘Al verte las flores lloran’, en 1969. El corte, si quiere disfrutarl­o, se titula ‘En una piera yo me acosté’. Más tarde lo haría con las guitarras de Tomatito, Sabicas y Pepe Habichuela.

El Rubio, que de joven se trasladó de La Línea de la Concepción, en Cádiz, a Madrid, donde terminó residiendo, fue un tipo reacio al gran público. Vendió antigüedad­es en el Rastro, pero lo más arcaico se lo guardó siempre en la garganta. Eso era otra cosa. Algo para compartir en las fiestas privadas, donde los más curiosos acudían para impregnars­e de su arte y hacerlo por otro lado popular.

El Pescaílla y Lola Flores, La Niña de los Peines, muy anterior a todos ellos, Chiquetete, Pansequito y una extensa nómina de artistas admiraron su arenga cantaora.

De talle enjuto y eco afilado, llegó a registrar con la compañía Hispavox en los 70. Además de fandangos, también interpretó soleares, seguirilla­s y tangos. Muchos otros palos, en realidad. Cantaor de culto, rehuyó de los tablaos de la época. No se doblegó ante las multinacio­nales ni a los señoritos por buscar el acomodo. Tampoco supo. Escribió letras. Se ganó cientos de adeptos, que ahora lo extrañan por las redes sociales, y protagoniz­ó con sigilo un relato de enorme inspiració­n.

Su estilo, tan personal, partió del de Antonio el de la Calzá, una de sus grandes referencia­s, pero tomó otra forma en su boca. Más agónica si cabe. Jugando a morir en cada tercio, hasta conseguirl­o. Dejando esta música con menos conexiones con el pasado y más nombres que honrar ‘a posteriori’. La fragilidad que mostró en su postrero ‘Sigo siendo’, producido por El Flamenco Vive, se ha terminado de quebrar. Lo hizo el pasado domingo 23 de enero. No hay voz, ni siquiera la suya, tan habituada a pelear, que resista la amenaza del tiempo. Se ha apagado el mayor de los cantaores del flamenco.

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