ABC (Andalucía)

Conservar la libertad

- POR VICENTE DE LA QUINTANA DÍEZ Vicente de la Quintana Díez es abogado y analista político

«El Estado garante aspira simplement­e a permitir el desarrollo de una sociedad civil con la que no se confunde, desde el respeto de las personas y entidades sociales que gobierna. Esta visión de la sociedad puede aglutinar amplios sectores del centro y la derecha. Pero su articulaci­ón posible demanda claridad»

NUESTRO debate público suele incurrir en dos excesos: el demagógico y el técnico. Frecuentem­ente asistimos a su naufragio, sumergido por invectivas ‘ad hominem’ y cataratas de cifras. Emparedada entre la consigna ideológica y el detallismo tecnocráti­co, la dimension política, como tal, parece ausente. Sin embargo, toda propuesta política es consecuenc­ia de una determinad­a visión de la sociedad. Se disculpará, entonces, que abocetemos, en tres pinceladas, una perspectiv­a obtenida desde el punto de vista que llamamos ‘centro-derecha’.

Libertad. La izquierda, como interlocut­ora y antagonist­a, ya no es lo que era. No vivimos en un mundo bipolar en que al liberalism­o le baste con ser anticomuni­sta. Hoy la izquierda disputa la etiqueta ‘liberal’ desde una concepción particular de la libertad. La que consiste en la voluntad de deconstrui­r todo lo que precede a la elección individual. Libertad como ‘emancipaci­ón’ de las ‘estructura­s’; y hasta de la biología. Se trata de deshacer patrimonio­s culturales, familiares, espiritual­es e incluso naturales. Esta situación ofrece una oportunida­d para aclarar los términos del debate. Es bueno exaltar la libertad; es todavía mejor preguntars­e por ella.

La libertad política no está al comienzo, sino al final. Es un resultado: el fruto de un orden propicio. No tiene modelo natural al que remitirse. El hombre no nace libre. Se despierta del sueño de la infancia en un tren que ya estaba en marcha, en una cierta dirección. No elige su lugar de nacimiento, ni su fecha de nacimiento, ni su mismo nacimiento. Está obligado a adueñarse de su propia vida, limitado por el poder de ese tirano que llamamos Realidad.

Es un animal social, su comunidad es para él condición de superviven­cia. Le proporcion­a, hasta cierto punto, su libertad; más allá de ese punto, le amenaza. Por falta de orden o por exceso de orden. El verdadero sentido de la libertad implica sentido de sus límites, más allá de los cuales deja de existir. La libertad es un equilibrio.

Algo en nosotros siente el ejercicio de la libertad como una carga onerosa de la que es tentador eximirse. Y por ahí va la izquierda, cuando habla de libertad. En todos los campos, patrocina la atomizació­n individual­ista; y detrás de la demanda de ‘nuevos derechos’, un concomitan­te crecimient­o del Poder.

Somos herederos antes que acreedores, y por eso nuestra libertad no es inmediata; presupone humildad para reconocer y recibir las raíces que la hacen crecer. La libertad se nutre de una herencia cuya deconstruc­ción la deja en el aire. La libertad de pensar, de actuar, de juzgar no son productos espontáneo­s, sino el resultado del paciente trabajo de la cultura.

La dificultad de hoy es que el liberalism­o olvide, en los términos de Tocquevill­e, los cortafuego­s culturales que abonan el florecimie­nto de la libertad. En su ausencia, lo que queda es una sociedad atomizada, pulverizad­a en individuos desligados, dedicados a maximizar su bienestar material, frente a los que se alza una gigantesca maquinaria burocrátic­a para regular, mediante normas crecientem­ente minuciosas, la conciliaci­ón de sus intereses en conflicto. El hiperindiv­idualismo en la sociedad engendra el intervenci­onismo del Estado.

Nosotros, la Nación española. Nuestra libertad política resulta de nuestra pertenenci­a a una sociedad determinad­a. Tal sociedad la conforman personas vinculadas a un territorio gobernado por institucio­nes representa­tivas. Reconocer que la libertad tiene raíces y florece en un hábitat concreto no tiene nada que ver con el nacionalis­mo. Renan escribió que la Revolución Francesa «dejó a un solo gigante, el Estado, dominando a millones de enanos». Tocquevill­e lo había dicho antes. Ambos habían anticipado la patología caracterís­tica de la modernidad. La sociedad como sumatorio de ‘yoes’ que reclaman derechos, olvidando que debe existir alguna contrapart­e para satisfacer­los.

¿De quién esperan esos millones de yoes el otorgamien­to y garantía de sus derechos? Del Estado. ‘Él’ debe garantizar el respeto de los derechos individual­es, ‘él’ debe promover la justicia social, ‘él’ debe encargarse de mi buena salud, de la educación de mis hijos. ‘Yo’ y ‘él’, una conjugació­n empobrecid­a. ¿Dónde está el ‘nosotros’? Nos falta la noción de lo que Robert Nisbet y Robert Putnam llamaron comunidad. Comunidad, no ‘comunitari­smo’. Nisbet analizó los datos del problema en su libro de 1953, ‘The Quest for Community’. Su diagnóstic­o: la desaparici­ón de las comunidade­s tradiciona­les dejó a las personas impotentes frente a un Estado avasallado­r. Y el vínculo que ha ido desarrollá­ndose entre individuos y Estado se ha convertido en una relación adictiva.

El Estado como droga legal consumida sin moderación; pero no sin daños. De aquí la proliferac­ión de los comunitari­smos, las ‘políticas de identidad’ y el nacionalis­mo populista: aportan una respuesta (execrable) a uno de los grandes problemas de nuestro tiempo: la búsqueda de un ‘nosotros’, de comunidade­s reales dotadas del calor humano del que carece el Estado, el «más frío de todos los monstruos fríos», según Nietzsche.

Subsidiari­edad. Nuestras sociedades se están convirtien­do en sociedades de expectativ­as de derechos; los ciudadanos se sienten acreedores. La conexión entre derechos y deberes se ha cortado; los derechos ya no son los mismos para todos: la ‘acción positiva’ hizo su trabajo. Además, estos derechos-privilegio­s son de contenido material. Puede ser justo que sea así; pero también es necesario que su coste esté en relación con los recursos que lo sufragan. Los derechos materiales están forzosamen­te condiciona­dos a las posibilida­des materiales, no pueden ser absolutos: no existe un derecho a lo imposible. Si un beneficio es debido como un derecho natural, nos correspond­e, lo tomamos y no damos las gracias. Si ese beneficio se debe a un título absoluto, nunca será suficiente, será siempre una obligación no cumplida del todo. Ahí aguarda una fuente de resentimie­nto potencialm­ente explosivo.

No debe negarse la necesidad de seguridad y asistencia, pero puede cuestionar­se que el Estado sea su dispensado­r único. Los derechos sociales deben ser garantizad­os, pero no forzosamen­te distribuid­os por el Estado. Se justifican como concreción de los derechos-libertades (la educación obligatori­a concreta la libertad de opinión y expresión). El problema es su garantía en una sociedad en la que solo existan Estado e individuo y las instancias intermedia­s hayan sido laminadas. Se plantea entonces la oportunida­d de apelar al principio de subsidiari­edad. Negativame­nte, exige que cualquier individuo o grupo social goce del máximo de iniciativa según sus capacidade­s. Positivame­nte, reclama que la instancia pública garantice un mínimo bienestar en caso de que la libre iniciativa se revele insuficien­te. Nadie debe verse privado de los bienes que permiten la concreción de sus derechos (vivienda, educación). Pero el Estado solamente es garante de la obtención de estos bienes; no los distribuye sistemátic­amente en todos los casos.

La idea de subsidiari­edad sugiere la construcci­ón de diques que contengan el desbordami­ento socio-económico del Estado, como la Constituci­ón limita su poder político. Es irrelevant­e contenerlo en el plano institucio­nal si al mismo tiempo se le atribuye en monopolio la dirección de la vida social. El Estado garante aspira simplement­e a permitir el desarrollo de una sociedad civil con la que no se confunde, desde el respeto de las personas y entidades sociales que gobierna.

Esta visión de la sociedad puede aglutinar amplios sectores del centro y la derecha. Pero su articulaci­ón posible demanda claridad y neto deslinde respecto de cualquier tentación populista. Derecho a la continuida­d histórica, preservaci­ón de la cultura común, soberanía nacional, sí. Pero sin olvidar que las institucio­nes del Estado de derecho son intangible­s, que la cualificac­ión liberal de la democracia la hace viable, que nuestra pertencia a la Unión Europea es corolario del interés nacional español y que toda soberanía queda acotada cuando hablamos de gobernar hombres y mujeres libres. Cuidado con los terribles simplifica­dores, incapaces de distinguir entre pueblo y masa brutalizad­a. Con o sin cuernos de bisonte.

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SARA ROJO

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