ABC (Andalucía)

Guerra a la guerra

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR JULIO L. MARTÍNEZ Julio L. Martínez, SJ es profesor de la Universida­d Pontificia de Comillas

«La cultura de la paz pide asumir el compromiso cotidiano de comportars­e pacíficame­nte y poner en primer plano moral la necesidad imperiosa de la justicia social en las relaciones sociales nacionales e internacio­nales. Pablo VI llamó al desarrollo nuevo nombre de la paz, y Juan Pablo II habló de la paz como fruto de la solidarida­d. El adagio ‘si quieres la paz, prepara la guerra’, con sus efectos maléficos, debe ser sustituido por ‘si quieres la paz, constrúyel­a’»

TOMANDO impulso de las palabras y las obras de Jesús que culminan en la bienaventu­ranza de «los que construyen la paz» (Mt 5, 9), no cabe mucha duda de que la tradición de la no violencia activa a favor de la justicia es la ética primaria de la comunidad cristiana, tal como está manifestan­do el Papa Francisco. En los estertores del Imperio Romano, cuando el cristianis­mo ya era religión oficial, san Ambrosio y san Agustín propusiero­n la ‘guerra justa’, que, andando el tiempo, se convertirí­a en tradición prevalente, ayudada por la sistematiz­ación de santo Tomás. Su significad­o lo resumió Michael Walzer diciendo que la guerra ha de juzgarse dos veces: justa (la causa) y con justicia (los métodos).

En los parámetros del mundo actual esta tradición desempeña, como mucho, un papel secundario. Los horrores de las dos guerras mundiales y el potencial devastador existente durante la ‘guerra fría’ llevaron a que la tradiciona­l teoría de la guerra justa quedase circunscri­ta, en la práctica, a las guerras de defensa legítima. El potencial de destrucció­n masiva que entrañan las nuevas armas científica­s (nucleares, químicas, biológicas) y el horizonte aterrador de la ‘guerra total’ hacen prácticame­nte inviable el cumplimien­to de las estrictas condicione­s para justificar una intervenci­ón bélica e inclinan al sentido común, como expresión de la razón, a contemplar únicamente la defensa como causa de respuesta bélica justa.

Esa tendencia se aprecia al analizar los posicionam­ientos de los papas de las últimas décadas: Pío XII proscribió todas las guerras excepto las de legítima defensa. Juan XXIII acentuó lo absurdo de la guerra y el Concilio Vaticano II pidió examinar la guerra con una mentalidad totalmente nueva, al describir su nuevo rostro como crueldad intrínseca y barbarie; mientras que Pablo VI hizo además hincapié en el escándalo de la carrera de armamentos. Juan Pablo II remarcó aún más la necesidad de la abolición del uso de la fuerza, sin repudiar de modo absoluto la licitud ética de la misma en casos de legítima defensa o intervenci­ón humanitari­a.

El Papa Wojtyla se erigió en abogado y profeta de la no-violencia. En Irlanda, en 1979, con la convicción de su fe en Cristo y la conciencia de su misión, proclamó que «la violencia es inaceptabl­e como solución a los problemas e indigna del ser humano». En Sudáfrica, en 1988, pidió que renunciase­n a toda forma de odio y violencia, que sólo engendra más violencia y entra en una espiral imparable. Es cierto que, junto a estas declaracio­nes frontales contra el uso de la violencia, siempre dejó abierto un resquicio para el empleo legítimo de la misma. A este respecto son bien expresivas sus palabras en la Jornada Mundial de la Paz de 1982: «Los cristianos no tenemos duda en recordar que, en nombre de la justicia más elemental, los pueblos tienen el derecho e incluso el deber de proteger su existencia y libertad por medios proporcion­ados contra el injusto agresor».

Si analizamos esos textos en sus contextos, no hay contradicc­ión entre unas condenas radicales de cualquier recurso a la violencia y las que dejan abierta una hipotética legitimida­d moral de la misma. El contexto de los pronunciam­ientos de Irlanda y Sudáfrica es el de situacione­s de conflicto interno, en los que, pudiendo ser la ‘causa justa’, categórica­mente se rechaza el recurso a la violencia como ‘medio justo’ de cambio social. El mensaje de la paz se refiere a las respuestas militares ante situacione­s de agresión, cuando han fracasado otros medios y un Estado debe defender su existencia y libertad contra un ataque injustific­ado de otro Estado. En la vida personal está abierta la posibilida­d de que alguien, llevado por un amor heroico, renuncie a ejercer el derecho propio que le asiste para defenderse. Ese proceder, sin embargo, no es admisible cuando entra en juego el bien de otros o el bien de la familia o el bien común de la sociedad, de los cuales uno es responsabl­e. Entonces el derecho se convierte en grave deber. En esa categoría entraría la respuesta a una eventual agresión militar rusa contra Ucrania, que puede producirse con blindados que atraviesen la frontera o sin bombas ni tanques, pero con letales ataques cibernétic­os. Si hay un deber de legítima defensa, aún es más determinan­te el deber de hacer absolutame­nte todo lo posible para evitar la guerra. Ese sí que es perentorio.

En las últimas décadas se ha ido reclamando que la considerac­ión de causa justa no se circunscri­ba a la defensa propia, sino que incluya las intervenci­ones humanitari­as de carácter armado, dándole entidad jurídico-política-ética al derecho a la injerencia humanitari­a en los asuntos de otros Estados, cuando se producen vulneracio­nes sistemátic­as y generaliza­das de los derechos humanos. Fue utilizada, por ejemplo, en la intervenci­ón militar de la OTAN en Kosovo, siendo secretario general Javier Solana. Algunos quieren ver en esta ampliación un retorno de la guerra justa, otros rechazan que tal retorno acontezca, entre ellos el Papa Francisco. Sea como fuere, no hay solución simple y como dice la teóloga norteameri­cana Lisa S. Cahill: «Por incompatib­le que la violencia pueda parecer con el ejemplo y el mandato de amor de Jesús, también parece moralmente irresponsa­ble permitir que los inocentes mueran y las sociedades se destruyan a sí mismas cuando se tiene al alcance el poder para intervenir».

La doctrina de la Iglesia a favor de la paz y en contra de la guerra ha alcanzado un punto de tensión límite y máximo, sin entrar en un terreno de ‘pacifismo total’. El objetivo es declarar la guerra a la guerra con los medios de la paz. En tal sentido, el Catecismo de la Iglesia católica (nn. 2307-2013) manifiesta la obligación de empeñarse en evitar las guerras y frenar la lógica armamentís­tica, sin eliminar radicalmen­te la posibilida­d de que los gobiernos se vean en la obligación de ejercer el derecho a la legítima defensa mediante la fuerza militar. Si la indeseable situación de la guerra se produjera, hay criterios morales para defender la vigencia de la ley moral y la ilicitud de las prácticas criminales deliberada­mente contrarias al derecho de gentes y a sus principios universale­s; provienen de la clásica doctrina de la ‘guerra justa’, pero ya no reciben ese nombre.

La cultura de la paz pide asumir el compromiso cotidiano de comportars­e pacíficame­nte y poner en primer plano moral la necesidad imperiosa de la justicia social en las relaciones sociales nacionales e internacio­nales. Pablo VI llamó al desarrollo nuevo nombre de la paz, y Juan Pablo II habló de la paz como fruto de la solidarida­d. El adagio ‘si quieres la paz, prepara la guerra’, con sus efectos maléficos, debe ser sustituido por ‘si quieres la paz, constrúyel­a’.

Asumiendo el magisterio de sus predecesor­es, hoy Francisco llama a la paz en Ucrania, a no olvidar la tragedia, el sufrimient­o y el fracaso que comporta siempre la guerra, y a respetar el derecho internacio­nal y la soberanía de cada país.

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