Retorno a la Kremlinología
¿Qué puede decir una mesa desmesurada, y casi ofensiva, sobre el destino de Ucrania?
En lo peor de la Guerra Fría, no hubo más remedio que aprender a leer entre líneas. Con el fin de superar la opacidad de la Unión Soviética, se desarrolló la pseudociencia de la Kremlinología. Consistía en buscar, y rebuscar, cualquier indicio que permitiera entender lo que realmente estaba pasando en la trastienda de la cúpula comunista. Se invertía tiempo y talento para rastrear indicios entre el orden de las noticias publicadas por el diario ‘Pravda’; el uso o ausencia de mayúsculas para escribir los cargos de la nomenklatura; o incluso la disposición en la tribuna de los jerarcas durante los desfiles en la Plaza Roja.
De la clásica Kremlinología hemos llegado hasta la semiótica de Putin. Cualquier herramienta de análisis parece servir con tal de averiguar sus verdaderas intenciones. ¿Hasta dónde está dispuesto a llegar en su obsesión para que Rusia no funcione como un Estado-nación del sistema westfaliano sino como un excepcional imperio secular? Y por eso nos preguntamos qué puede decir una mesa desmesurada, y casi ofensiva, sobre el destino de Ucrania.
La gran dificultad para anticipar lo que nos aguarda tras el mayor despliegue militar en Europa desde la Segunda Guerra Mundial es que solamente una persona conoce la respuesta. Y para desentrañar ese enigma tan individual, todo depende de las versiones antitéticas del líder ruso que nos queramos creer: ‘Putin el racional’ o ‘Vlad el loco’. Según Gideon Rachman, la mayoría de los políticos occidentales creen en la encarnación racional de Putin. Es un líder despiadado y amoral pero también es astuto y calculador. Se arriesga pero no está loco.
La inquietud viene de los analistas que temen que Putin se esté convirtiendo en ‘Vlad el loco’. Piensan que Putin lleva demasiado tiempo en el poder y se está volviendo cada vez más desconectado, paranoico y mesiánico. Sin que le ayude escuchar únicamente a un círculo muy reducido de frikis ultranacionalistas. De ahí, el temor a un Vladímir que se deje llevar por la emoción, las teorías excéntricas y las mesas de seis metros.