CALVIÑO, POLÍTICA Y NEGOCIOS
No hacen falta juicios de valor o sospechas de malversación de fondos o de prevaricación. La ministra tiene un conflicto de intereses con la actividad lucrativa de su marido
La vicepresidenta primera del Gobierno y ministra de Economía, Nadia Calviño, no debería abordar el conflicto de intereses que le causa la actividad profesional de su marido como un acoso de la oposición, sino como un compromiso personal con la ejemplaridad. El marido de Calviño, Ignacio Manrique de Lara, es directivo de una empresa que ofrece sus servicios a las Comunidades autónomas como intermediario en la captación de fondos europeos para la recuperación económica. Ninguna objeción merece que Manrique de Lara se dedique a esta actividad o a cualquier otra que le resulte beneficiosa. Este no es el problema. Tampoco sería justo sospechar que Calviño está tomando decisiones a propósito del beneficio de su marido y en perjuicio del interés general, porque no hay motivo para pensar que esto ha sucedido. La verdadera cuestión trasciende estas premisas y entra de lleno en la transparencia y la honestidad en el ejercicio de una función pública. Calviño se ha puesto a la defensiva ante las demandas de una explicación más que razonables sobre algo que no es discutible: desde la mesa del Consejo de Ministros, Calviño está participando en la toma de decisiones sobre el procedimiento de distribución de los fondos europeos. Y su marido –otro hecho irrefutable– se dedica profesionalmente a asesorar sobre la captación de esos fondos europeos a través de su empresa, de la que es directivo.
No hacen falta juicios de valor o sospechas de malversación de fondos o de prevaricación administrativa. La exigencia que pesa sobre Calviño es más sencilla que todo esto: tiene un conflicto de intereses con la actividad lucrativa de su marido, fuente de ingresos para el matrimonio. En política, la estética también es ética, aunque esta asociación de valores fuera derogada por el presidente Sánchez desde que eludió la responsabilidad pública por su tesis plagiada, salvo para sus exministros Maxim Huerta y Carmen Montón, excepciones que hoy brillan como pruebas de que se puede ejercer la política con dignidad.
Hay, además de la exigencia ética, un mandato jurídico contenido en el artículo 11 de la Ley 3/2015, reguladora del ejercicio de alto cargo de la Administración General del Estado, que prevé expresamente que los intereses del cónyuge deben ser considerados como «intereses personales» del alto cargo. Además, esta ley prevé que un alto cargo que abandone la administración pública deberá esperar dos años para incorporarse a una empresa dedicada a cuestiones relacionadas con sus funciones públicas. La pregunta que debería hacerse la vicepresidenta es sencilla: ¿tendría ella que esperar dos años si quisiera dedicarse a la actividad de la empresa de su esposo? Es tan evidente la respuesta afirmativa –basta leer el artículo 15– que en ella tiene la vicepresidenta la clave de su conflictiva situación pública.
En España se ha asentado la idea de que al Gobierno de Sánchez le basta con que la oposición le haga una reclamación para rechazarla, por justificada y razonable que sea. Lo que sucede es que a ese Ejecutivo le repele, en general, cualquier control externo, no solo el de la oposición parlamentaria, también el del TC, el del Poder Judicial, el del Consejo de Transparencia y, por supuesto, el de los medios de comunicación. Calviño presume de vitola europeísta y pontifica contra el PP por pedir el control de Bruselas sobre la gestión de los fondos europeos. Pero si hay algo característico de la Europa en la que nos miramos como referencia es un estándar de exigencia pública que haría apartarse a cualquier político en la situación de Calviño.