ABC (Andalucía)

La moda de las herencias

Cualquiera juzga a los testadores y se apasiona ante las trifulcas y discusione­s

- JOSEMI RODRÍGUEZ-SIEIRO

Ahora que todo el famoseo nacional habla de herencias, de menor o mayor cuantía, más o menos importante­s, con herederos y legatarios, expuestos al gran público, que calcula y valora lo que van a recibir unos y otros, me apetece hablar de herencias. Cualquiera juzga a los testadores y se apasiona ante las trifulcas y discusione­s de los herederos, analizando el comportami­ento de los albaceas y contadores partidores, como si la vida, el caudal hereditari­o y el patrimonio ajeno les correspond­iera.

Fui por primera vez albacea de unos amigos de mis padres, sin descendenc­ia directa. No hubo ningún problema, cuando se murió el marido, porque todo lo heredaba su mujer. Ella, después de los años decidió cambiar sus últimas voluntades y nombró nuevos herederos. Juntos fuimos a la notaria, una amiga de la familia. Me pidió consejo y me nombró albacea. Hicieron lo posible para agotarme y que yo renunciara, pero llevé las cosas hasta el final y se protocoliz­ó la herencia, después de haber donado su biblioteca a la universida­d, haber entregado legados a dos docenas de institucio­nes religiosas y haber puesto de acuerdo a todos en cuanto a plata, alhajas, muebles y demás ajuar doméstico.

La segunda vez un tío mío me encomendó lo mismo. Como se trataba de un asunto estrictame­nte familiar, las diferencia­s entre mis primos, se solucionar­on por mi parte, poniendo los puntos sobre las íes. En algunos momentos, de manera poco agradable.

La tercera, porque ya dicen que no hay dos sin tres, la historia fue mucho peor.

Había herederos directos, como se sabía. Pero, en este caso, la testadora se acordó de una serie de sobrinos, a los que quería muchísimo. Y, a partir de conocer las últimas voluntades, entran en juego la hija de su primer matrimonio, asistida por su marido, los hijos de su segundo matrimonio y por si fuera poco los sobrinos y dos ahijados. La guerra se desata y afloran los más bajos instintos llenos de rencor, amargura, envidia y odio. Al final la muerta yo creo que estuvo a punto de resucitar y liquidar, sobre todo a los hijos políticos y nueras. Estos no podían tolerar que no fueran ellos los únicos herederos. No entendiero­n que tenían que repartir con los otros, que no eran más que hijos de hermanos. Lo que en aquellas reuniones contaron no se puede repetir. La maldad, los falsos testimonio­s y las acusacione­s, sobre todo, de los herederos directos, llegaron a un punto que no era de recibo. Solo mi amenaza de llegar a un juicio de testamenta­ria los detuvo, ante la seguridad de que les iba a costar la broma una fortuna.

Hay personas que otorgan testamento, como quien va a la peluquería. La madre de mi padre que se murió, entre los mantos que había regalado a una docena de Vírgenes, hizo cuarenta y seis testamento­s, en los cuales demuestra sus cariños y odios. En unos mejora a uno de los hijos, en otro a la hija, y en la mayoría sustituye a unos u otros por alguna persona del servicio, algún o algunos curas, según fuera su estado de ánimo y su simpatía hacia los que la rodeaban.

Mi padre me designó su representa­nte, asistido por un letrado, en las reuniones para el reparto, complicado y enrevesado, de una herencia que me pareció muy original. Me divirtió mucho observar a la hermana de mi padre presente, casi sin cuello y a punto de ahogarse por un collar de perlas, con aquel imposible maquillaje de polvos de arroz.

La madre de mi padre hizo 46 testamento­s, en los cuales demuestra sus cariños y sus odios

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