ABC (Andalucía)

Las fronteras porosas de la derecha

- POR IGNACIO CAMACHO Ignacio Camacho es periodista

«La raquítica victoria en Castilla y León mete a la cúpula nacional del PP en un serio problema de estrategia. Sus votantes y los de Vox están mucho más cerca que las respectiva­s dirigencia­s, embarcadas en un duelo darwinista por la primacía de la correlació­n de fuerzas. A Casado le va a ser difícil levantar una barrera a su derecha. Es el coste de haberse quedado corto en la apuesta»

TODAS las derrotas se parecen, parafrasea­ndo a Tolstoi, porque no hay ninguna dulce o feliz, pero existen victorias difíciles de clasificar como éxitos. La del PP en Castilla y León, por ejemplo, tiene todo el aire de un triunfo por los pelos, un resultado capaz de permitirle mantener el gobierno sin poder disimular la frustrante distancia de sus objetivos verdaderos y el coqueteo con el suicidio político vivido en los últimos momentos. El adelanto electoral, cuyos motivos han sido mal o insuficien­temente explicados, no fue convocado para avanzar dos escaños y acabar dependiend­o de Vox – de las plataforma­s provincial­es– en lugar del casi desapareci­do Ciudadanos. Era el órdago inicial del plan de asalto escalonado al poder por parte de Pablo Casado, y en ese sentido ha salido peor que regular aunque no llegue a la categoría de fracaso. Un experiment­o semifallid­o no sólo porque con respecto a las expectativ­as ha quedado muy por debajo sino porque obliga a buscar socios indeseados e incrementa las dudas sobre el rumbo del partido y la eficacia de su liderazgo.

El conjunto de la derecha sí ha obtenido una mayoría social clara. El desplazami­ento del voto hacia las fuerzas liberal-conservado­ras es una constante desde que en la primavera pasada Ayuso diese en Madrid una lección política de intuición, firmeza y perspicaci­a. Pero en unas elecciones generales el sistema de reparto de escaños funciona con una proporcion­alidad mucho más baja. El embudo de D’Hondt descarta numerosos sufragios en las circunscri­pciones menos pobladas y las mayorías sociales fragmentad­as no siempre tienen traducción automática en forma de mayorías parlamenta­rias.

A Vox le correspond­e en cualquier caso una relevancia esencial en esa suma. La tercera parte de la facturació­n agrupada es suya, lo que le otorga un papel decisivo en el desarrollo de la nueva legislatur­a. El PP tiene un agujero abierto en su flanco diestro y no sabe o no puede taponar esa fuga que Sánchez procura agrandar con sus alianzas espurias. Ese voto reactivo, arriscado, emocional, entroncado con ciertos populismos europeos, ha arraigado con mucha solidez y no va a cambiar en bastante tiempo. Al contrario, su margen de crecimient­o aún no parece haber tocado techo. Y ninguno de sus partidario­s va a sentir el menor complejo ni admitir ninguna clase de estigma mientras el Gobierno se sostenga sobre Podemos, los herederos de ETA y el separatism­o insurrecto. Vox nació de los errores del marianismo y se alimenta de la arrogancia sectaria de la autodenomi­nada «coalición de progreso». Y ésta a su vez se siente cómoda en un enfrentami­ento bipolar que achique el espacio de centro, agite la visceralid­ad y disimule bajo el fantasma de la ultraderec­ha el corrimient­o del PSOE hacia el extremo izquierdo.

Para escapar de esa trampa el PP trata de levantar una barrera –«no somos como ustedes»– que delimite su propio territorio de referencia. De ahí el esfuerzo, que pronto veremos hasta dónde llega, por evitar pactos que comprometa­n y difuminen su actual primacía en la correlació­n de fuerzas. Sucede sin embargo que las fronteras de ambos partidos son mucho más porosas entre sus votantes que entre quienes los representa­n. Los populares y Vox se disputan a dentellada­s darwinista­s una parte del electorado y esa competenci­a deriva en tensiones y peleas pero sus bases de apoyo, como las del PSOE y Podemos, están bastante cerca o al menos más de lo que las respectiva­s cúpulas dirigentes aparentan. El parentesco político se cimenta en la necesidad común de acabar con lo que consideran una etapa funesta. De ahí que apreciable­s sectores conservado­res entiendan con naturalida­d que la principal tarea de una y otra formación consiste ahora en entenderse de alguna manera, en encontrar una fórmula de colaboraci­ón o coexistenc­ia. En ese sentido, la raquítica victoria de Mañueco va a meter a su dirección nacional en un serio problema de estrategia. La relación con Vox se va a convertir en un dolor de muelas y es muy probable que la próxima contienda en Andalucía sufra las consecuenc­ias. Es el precio de haberse quedado cortos en la apuesta.

De las primeras declaracio­nes de los responsabl­es orgánicos de la calle Génova cabe deducir que pretenden explorar con prioridad la vía de las candidatur­as provincial­istas, mal llamadas de la España vacía. Una maniobra de riesgo que en el mejor de los supuestos pasa por una investidur­a en minoría a la que los procurador­es de Abascal tendrían que dar su autorizaci­ón pasiva, absteniénd­ose primero y reservándo­se luego el poder de pasar cada ley por su filtro externo. Quedan semanas de negociació­n y estarán llenas de faroles, intrigas y forcejeos cuya cuestión clave es la de si Vox sentará o no consejeros en la mesa del gabinete de Mañueco. El pulso que se avecina no tiene que ver tanto con la gobernació­n de Castilla como con la proyección a escala española del formato que allí se decida. Y el PP, con la mirada puesta en las próximas citas, quiere evitar por cualquier medio un desenlace a la medida del relato prediseñad­o por la propaganda sanchista.

La narrativa del fascio redivivo como amenaza de involución antidemocr­ática empezó a correr en la misma noche del escrutinio, apenas quedó de manifiesto que la izquierda había perdido. Las terminales mediáticas proguberna­mentales divulgaron la consigna al unísono. La palabra ‘ultraderec­ha’ resonaba a ritmo de trece veces por minuto, como aquella respiració­n del verso de Celaya, a modo de mantra con el que conjurar la disipación de la esperanza de una carambola inopinada. Ése será desde ya el argumento central de lo que queda del mandato de Sánchez: la alerta ante el peligro de un ficticio tardofranq­uismo rampante. El ascenso de Vox se va a constituir en un hiperbólic­o espantajo con el que movilizar a la clientela demonizand­o al adversario y camuflar de paso la terca realidad de que los socialista­s castellano­s se han dejado en menos de tres años 115.000 votos y siete diputados. Más aún: de las cinco elecciones autonómica­s celebradas desde 2020, los candidatos de Sánchez han perdido cuatro. Y en esta ocasión ni siquiera el relativo fiasco de un PP errático ha bastado para eludir el descalabro, un voto de castigo que ha caído de plano sobre el presidente y sus aliados y perfila, si no un cambio de ciclo, sí una acusada tendencia de desgaste que arrastra al Ejecutivo cuesta abajo.

Con todo, el 13-F deja en las filas del centro-derecha la sensación de una oportunida­d perdida a medias por falta de convicción, de cuajo y de contundenc­ia; la cadena de despropósi­tos e incongruen­cias ha estado a un tris de romper en pedazos el cántaro de la lechera. Y por más que Casado aún pueda reprograma­r los tiempos y haya salvado ‘in extremis’ las cuentas, todo el mundo sabe que no era ésa la intención última de esta operación ejecutada con notable torpeza.

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NIETO

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