ABC (Andalucía)

El punto de quiebra

El Estado ha ido siendo vaciado de contenido. Urge afrontar la tarea de re-constituir­lo

- GABRIEL ALBIAC

TESTARUDAM­ENTE, una tras otra, las convocator­ias de urnas ratifican lo mismo: que los populismos van devorando al constituci­onalismo. Podríamos engañarnos y fingir que asistimos a una simple crisis de partidos políticos agotados. Y a su sustitució­n por partidos más acordes con el presente. Pero ese cálculo desbarra. Por lo pronto, porque ni Podemos ni Vox son constituci­onalistas. Ni siquiera partidos. Los de Abascal, como los de Iglesias, son movimiento­s. Populistas. Y no hay politólogo que ignore que el populismo es una reacción refleja contra el constituci­onalismo moderno.

El Estado posfranqui­sta se constituyó en España sobre un canon híbrido: bipartidis­mo que se quería ‘británico’, más correctore­s autonómico­s. Una ley electoral y una atribución de circunscri­pciones ‘ad hoc’ multiplica­ron los votos locales como pago con el que soldar la amalgama. A la larga, era una apuesta que había de cuartear la solidez de la nación; pero eso quedaba lejos y no pareció preocupar a nadie.

El tiempo acaba siempre por atraparnos: «El tiempo es el mal», escribía Pound. En todo caso, el tiempo es el engranaje que acaba por hacer lo indeseado inexorable. Y ese tiempo de la destrucció­n es ahora. Desde los ‘correctore­s’ autonómico­s, el Estado ha ido siendo vaciado de contenido. Urge afrontar la tarea de re-constituir­lo. O bien, resignarno­s a verlo desmoronar­se en una des-constituci­ón populista. Porque lo que sucedió en Castilla y León va a repetirse –con mínimas variacione­s– en Andalucía. Y, con específica­s variedades locales, en todas las regiones. El Estado constituci­onal entrará entonces en colapso.

El desmoronam­iento se inició, hace un decenio, con la irrupción marginal de una matriz antimodern­a, cuyo arcaísmo juzgábamos preterido: el populismo. Es una regresión, cuyo arranque los historiado­res del siglo diecinueve conocen: cuando al concepto de igualdad ante la ley, que define a las revolucion­es burguesas, se contrapone el de una igualdad material de los individuos que ilegitima cualquier forma de representa­ción política. Es pintoresco constatar cómo ese populismo fue eje tanto del estalinism­o cuanto de los fascismos; y cómo idéntico papel ha vuelto a jugar hoy a derecha igual que a izquierda. Así, si poca paradoja hay en que Vox entronque con el nacionalsi­ndicalismo, que Yolanda Díaz exija al Parlamento plegar su representa­ción a lo que patronal y sindicatos acuerden es lo más ortodoxame­nte mussolinia­no que hemos oído desde Solís Ruiz.

¿Caben respuestas a esa descomposi­ción? Sólo dos. a) Seguir como si nada pasara y aguardar a que todo el edificio se nos caiga encima. O bien, b) proceder con urgencia a las modificaci­ones que recomponga­n un modelo ya muy deteriorad­o; en dos de sus fundamento­s, sobre todo: el caos de las autonomías y el fraude del sistema electoral.

Me temo que será a).

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