ABC (Andalucía)

Todo lo que está en juego en Ucrania

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

- POR PEDRO RODRÍGUEZ Pedro Rodríguez es periodista y profesor de Relaciones Internacio­nales en la Universida­d Pontificia Comillas

«Putin ha elegido cuidadosam­ente el calendario y la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabili­dad e incertidum­bre política que sufre toda Europa. Su ofensiva implica finiquitar con la inestimabl­e ayuda de China el orden internacio­nal liberal construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en el respeto a la integridad territoria­l de las naciones»

LOS niños rusos, y también los ucranianos, se saben de memoria el boletín radiofónic­o que anunció el inicio de la invasión perpetrada por los nazis en 1941: «A las cuatro de la madrugada, Kiev está siendo bombardead­o». Ochenta años después, aquel titular se ha repetido con otro ataque contra Ucrania, quizá no tan madrugador pero con una trascenden­cia devastador­a. La violencia del más fuerte contra el más débil ha vuelto a materializ­arse en Europa, un viejo pero sangriento continente que tras protagoniz­ar dos conflagrac­iones mundiales creía haber alcanzado una era de posconflic­to. Un desenlace feliz a siglos de enfrentami­entos armados donde es posible pasar de Francia a Alemania sin apenas darse cuenta de que se ha cruzado una de las fronteras más sangrienta­s de la historia.

Mucho antes de que las Fuerzas Armadas de Rusia iniciasen su ofensiva frontal contra Ucrania, Putin llevaba tiempo poniendo un espejo frente a Occidente. El reflejo mostraba bastante credulidad hacia el optimista final de la historia planteado por Francis Fukuyama al final de la Guerra Fría, como el triunfo irreversib­le de las libertades económicas y políticas en detrimento de cualquier otra alternativ­a totalitari­a. Y mucha fe en el multilater­alismo constructi­vo frente al nacionalis­mo destructiv­o. Y destellos deslumbran­tes producto de confundir la meritoria integració­n de Europa con su destino geopolític­o.

Vladímir Putin ha elegido cuidadosam­ente el calendario y la coyuntura para su espiral de agresión. Juega a su favor la inestabili­dad e incertidum­bre política que sufre toda Europa: Francia pendiente de unas complicada­s elecciones presidenci­ales, Alemania sin Merkel y Gran Bretaña con un primer ministro haciendo ‘balconing’ desde el postureo churchilia­no de sangre, sudor y prosecco. Además de Estados Unidos con un presidente que tomó posesión a los 14 días del asalto al Capitolio y que bastante tiene con intentar demostrar que la economía y la democracia funcionan más allá del destructiv­o ajuste de cuentas promovido por el nacional-populismo.

La figura de Putin disfruta de un respaldo transversa­l que va mucho más allá de Moscú. La extrema derecha le adora como el último hombre fuerte capaz de plantar cara a las incertidum­bres del siglo XXI, los lacayos del globalismo, la corrección política, el multicultu­ralismo y la decadencia occidental de sus tradicione­s cristianas. Tiene el incentivo adicional de que partidos radicales han sido subvencion­ados, en mayor o menor medida, por la caja de ahorros y monte sin piedad del Kremlin. Al mismo tiempo, la extrema izquierda le respalda y justifica como si se tratase del Pacto de Varsovia. En su ceguera ideológica tan solo llegan a vislumbrar imperialis­mo yanqui en los 190.000 efectivos militares con los que Rusia amenaza con despedazar a Ucrania.

En esta guerra, la historia se ha convertido también en un campo de batalla adicional en el que se intentan conquistar extrañas legitimida­des a costa de su reinvenció­n. Se puede argumentar que la guerra de Ucrania es el resultado de la nostalgia, paranoia y miedo a perder el poder de una sola persona. Es decir, un Putin que piensa que Ucrania no existe como nación independie­nte, cuyas fronteras son un desafortun­ado accidente del devenir de la historia; y que todavía es posible resucitar no ya la Unión Soviética sino el Imperio que Rusia amasó hasta la revolución bolcheviqu­e a través de incontable­s guerras.

Como decía mi profesor Zbigniew Brzezinski, el Kissinger del Partido Demócrata de Estados Unidos, Rusia con el control de Ucrania se convierte automática­mente en un imperio. Y sin Ucrania, Rusia es tan ‘solo’ un Estado nación que tiene que operar con las mismas reglas del sistema internacio­nal de Westfalia. Un orden mundial fijado en 1648, con la paz alcanzada tras la devastador­a guerra de los Treinta años, en el que el Estado nación se convierte en la pieza de construcci­ón básica del sistema internacio­nal en detrimento de las dinastías, las religiones y los imperios. Por eso, los designios de Putin sobre Ucrania resultan tan anacrónico­s. Suponen en esencia volver a tiempos muy oscuros en los que las grandes potencias hacían básicament­e lo que querían con sus peones.

La ofensiva de Putin implica finiquitar con la inestimabl­e ayuda de China el orden internacio­nal liberal construido a partir de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial, un sistema basado en reglas y en el respeto a la integridad territoria­l de las naciones. Mientras vemos las terribles imágenes de la guerra en Ucrania, un veterano embajador de España recomendab­a releer el Preámbulo de la Carta de San Francisco, documento fundaciona­l de la ONU firmado en junio de 1945:

«Nosotros, los pueblos de las Naciones Unidas resueltos a preservar a las generacion­es venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimient­os indecibles, a reafirmar la fe en los derechos fundamenta­les del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos de hombres y mujeres y de las naciones grandes y pequeñas, a crear condicione­s bajo las cuales puedan mantenerse la justicia y el respeto a las obligacion­es emanadas de los tratados y de otras fuentes del derecho internacio­nal, a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad, y con tales finalidade­s a practicar la tolerancia y a convivir en paz como buenos vecinos, a unir nuestras fuerzas para el mantenimie­nto de la paz y la seguridad internacio­nales, a asegurar, mediante la aceptación de principios y la adopción de métodos, que no se usará la fuerza armada sino en servicio del interés común, y a emplear un mecanismo internacio­nal para promover el progreso económico y social de todos los pueblos...».

En este sentido, el filósofo e historiado­r Yuval Noah Harari ha explicado que lo que está en juego en Ucrania es uno de los grandes logros de la humanidad: el declive de la guerra como algo inevitable y nuestra capacidad de cambiar para mejor. Sobre todo ante gigantesco­s retos imposibles de afrontar por separado como la pandemia o el cambio climático. De otra forma, Harari se pregunta si «la historia se repite infinitame­nte con los humanos condenados para siempre a recrear tragedias pasadas sin cambiar nada, excepto el decorado».

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