La imagen de las mil palabras
Las mujeres seguimos siendo invisibles en muchos contextos
Dice el refranero, que es sabio en todas las lenguas, que una imagen vale más que mil palabras. La fuente de tanta sabiduría es el relato oral, y líbreme Dios de llevarle la contraria a tamaña autoridad. Pero hace una semana fuimos testigos, como televidentes y tuiteros, término de reciente incorporación al Diccionario de la RAE, de una secuencia que a muchos nos dejó mudos y a otros tantos tan indignados que cualquier cosa dicha al respecto habría tenido que ser estentórea.
El marco de los hechos fue la cumbre de jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea y la Unión Africana celebrada en Bruselas, y el protagonista un señor, el ministro de Exteriores de Uganda, de nombre Haji Abubaker Jeje Odongo, de cuyo cargo se habría esperado algo más que negar el saludo a la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Lo hizo en presencia de las cámaras y de otros dos ilustres señores, el presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, y el mandatario francés Emmanuel Macron.
El primero no se inmutó, como ya hiciera ante el desaire del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, a Von der Leyen en Ankara hace poco más de un año, y el segundo, tras el bochorno inicial, le ‘recriminó’ al líder ugandés el gesto machista. Las redes, que son el ágora de ahora, se llenaron de ira contenida ante la enésima evidencia de que, en muchos contextos, las mujeres seguimos siendo invisibles. Y si eso es así en las más altas esferas públicas, de responsabilidad, qué no sucederá en el ámbito privado, donde las puertas aún permanecen cerradas con siete llaves.
Por fortuna, los libros acuden al rescate y podemos combatir esos desplantes con lecturas como ‘Poderío’ (Destino), publicado hace un par de días y en el que Patrycia Centeno Vispo, pionera en el estudio de la estética como herramienta de comunicación política y asesora de imagen gubernamental y corporativa, muestra el camino hacia un nuevo modelo de liderazgo femenino. Yo lo devoré en un par de noches, y mientras lo hacía en mi cabeza no paraba de sonar aquello de «No sé por qué dan tanto miedo nuestras tetas. Sin ellas no habría humanidad ni habría belleza». Ay, Rigoberta.