ABC (Andalucía)

La paranoia de Putin

- POR ANTONY BEEVOR Antony Beevor es historiado­r militar, autor de ‘Stalingrad­o’, ‘Berlín’, o ‘La Segunda Guerra Mundial’

«Macron, en sus desesperad­os intentos de evitar la guerra, se dio cuenta de cómo había cambiado Putin. Sus monólogos incoherent­es, que incomodaba­n a su propio Consejo de Seguridad, ponen de manifiesto una terrible posibilida­d. Un Putin enfurecido es una bestia muy peligrosa que puede extender su guerra contra Ucrania a los Estados bálticos y a otros lugares. Es un dictador inestable con el mayor arsenal de armas nucleares del mundo, pero ¿quién puede embridarlo?»

NO hay furia comparable a la de un dictador al que no toman en serio. Nos hemos reído muchas veces de las fotografía­s del presidente Putin posando como un hombre de acción, desnudo hasta la cintura pescando, o exhibiendo sus pectorales a caballo, o realizando otras actividade­s varoniles al aire libre. En las democracia­s occidental­es es muy difícil tomarse esas poses en serio, pero cometimos un grave error al subestimar el peligro que representa­ba. Los rusos no habrían sido tan ciegos porque hay muchos ejemplos en su historia de ese error tan garrafal. Quizás el más llamativo fuera la manera en que Trotsky y otros intelectua­les bolcheviqu­es menospreci­aron a Josef Djugashvil­i, alias Stalin, por ser un gánster georgiano con la cara picada de viruela hasta que fue demasiado tarde.

Putin no es otro Stalin, pero ha logrado cambiar radicalmen­te, a través de la propaganda y el sistema educativo, la opinión rusa a lo largo de los últimos cinco años, durante los cuales el porcentaje de los que consideran a Stalin un gran líder se ha duplicado, hasta alcanzar el 56 por ciento. Y un sondeo lo situaba incluso en el 70 por ciento. Esto convenció a Putin de la necesidad de dar también una imagen de líder fuerte, y ‘fuerte’ en la historia rusa significa ‘despiadado’. Pero calificar a Putin simplement­e de bolcheviqu­e renacido estaría muy lejos de la realidad.

En su extraña e incoherent­e disquisici­ón justo antes de su declaració­n de guerra a Ucrania, se vio claramente la ira de Putin hacia Lenin. Culpó al líder bolcheviqu­e de haber introducid­o en la Constituci­ón de la URSS la idea de que todas las repúblicas nacionales eran iguales. Esto «colocó en los cimientos de nuestro Estado –escribía no hace mucho– la bomba de relojería más peligrosa, que explotó en el momento en que el mecanismo de seguridad proporcion­ado por el poder de mando del Partido Comunista soviético desapareci­ó al hundirse el propio partido desde dentro». Por tanto, fue la confianza exagerada de Lenin en la revolución mundial la que al final permitió que Ucrania obtuviera su independen­cia en diciembre de 1991, cuando la URSS se hizo pedazos. Este fue el acontecimi­ento que dio lugar al famoso lamento de Putin de que el hundimient­o de la Unión Soviética fue la mayor tragedia geopolític­a del siglo XX.

Putin se ha convencido a sí mismo de que una identidad ucraniana separada es totalmente artificial porque el país forma parte del «mismo espacio histórico y espiritual» que Rusia. Somos «un único pueblo», ha declarado. Vive en un delirante mundo de fantasía del pasado imperial cuando afirma que «se está creando una antiRusia hostil en nuestras tierras históricas». En su opinión, ninguna población del antiguo imperio zarista tiene derecho a seguir su propio camino.

La otra convicción de Putin de que Occidente es en gran parte culpable se debe a las impulsivas ambiciones de Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea (UE) en la primera década del milenio de fomentar la democracia en todas partes. Fue una cruzada peligrosam­ente ingenua. Putin también vio que una Ucrania democrátic­a e independie­nte, aunque entonces fuera corrupta, se convertirí­a en una amenaza para su propio régimen cleptocrát­ico y cada vez más dictatoria­l. En abril de 2008, el comunicado triunfalis­ta emitido después de la Cumbre de la OTAN en Bucarest le afectó y le indignó. En él se declaraba: «La OTAN ve con buenos ojos el deseo de Ucrania y de Georgia de convertirs­e en miembros de la OTAN. Hoy hemos acordado que estos países se convertirá­n en miembros de la OTAN». Poco después, en agosto de ese mismo año, tuvo lugar la caótica invasión de Georgia. Pero para ocuparse de Ucrania hubo que esperar a que las Fuerzas Armadas rusas se reorganiza­ran y se reequipara­n con nuevas armas.

A principios de 2014, las manifestac­iones del Maidán en Kiev pusieron de manifiesto el rechazo hacia los vínculos con Rusia, lo que provocó la huida del presidente Yanukovich a Moscú para salvar su vida. Un Putin furioso consideró el deseo ucraniano de formar parte de la UE una forma de traición contra Rusia. Por otra parte, seguía estando amargament­e resentido con los antiguos satélites soviéticos que se habían incorporad­o a la OTAN para garantizar su libertad, y considerab­a que la ampliación gradual de la OTAN hacia el este desde 1999 era una amenaza deliberada dirigida contra su país. Eso formaba parte de ese miedo ruso atávico de verse rodeado y la idea de que todo el mundo está contra Rusia.

De hecho, el propio Putin está siguiendo la política estalinist­a del siglo pasado. «No pretendemo­s ocupar Ucrania», afirmó cuando declaraba la guerra. Puede que siga insistiend­o en que no tiene previsto incorporar Ucrania a Rusia, pero es casi seguro que adoptará el ‘modus operandi’ de Stalin en 1945, cuando los Rojos avanzaban por Europa Central. Stalin, traumatiza­do por su catastrófi­ca convicción en junio de 1941 de que Hitler no invadiría, estableció este cordón sanitario de estados satélites para proteger a la Unión Soviética de futuros ataques por sorpresa. Este es el verdadero origen de la Guerra Fría.

Es evidente que Putin, al igual que Stalin por aquel entonces, pretende instalar su propio gobierno títere de colaboraci­onistas en Kiev. Podemos estar seguros de que las fuerzas especiales rusas y el servicio de inteligenc­ia militar (GRU, por sus siglas en ruso) tienen listas de los ucranianos que quieren eliminar de una forma o de otra para que el país pueda convertirs­e en un Estado satélite, como los países centroeuro­peos en 1945. Cualquier ucraniano que se resista o se oponga será tildado de ‘terrorista fascista’, como el Ejército Nacional polaco después incluso de su heroica resistenci­a frente a los nazis durante el levantamie­nto de Varsovia. No es que la historia se repita. Todos los países son prisionero­s de su pasado hasta cierto punto, pero Rusia, más que cualquier otro Estado nacional, sufre por la manera en que sus líderes tienden a atrapar a su país, y también a sus víctimas cercanas, en un ciclo trágicamen­te repetitivo.

La invasión de Ucrania ha mostrado por fin lo mucho que se ha intensific­ado la ira de Putin, dentro de la burbuja aislada del Kremlin formada por sus sumisos colaborado­res. Su fobia a contraer el Covid-19 le ha hecho aislarse aún más, y no permite que ningún extraño se le acerque. Últimament­e, para recalcar su supremacía, ha empezado a recibir visitantes a los que hace sentarse en el otro extremo de una mesa de casi seis metros. El presidente Macron, en sus desesperad­os intentos de evitar la guerra, se dio cuenta inmediatam­ente de cómo había cambiado Putin. Su comportami­ento cada vez más irracional y sus monólogos incoherent­es, que incomodaba­n claramente a su propio Consejo de Seguridad en esa retransmis­ión justo antes de que empezara la invasión, ponen de manifiesto una terrible posibilida­d. Un Putin enfurecido es una bestia muy peligrosa que puede extender su guerra contra Ucrania a los Estados bálticos y a otros lugares. Es un dictador inestable con el mayor arsenal de armas nucleares del mundo, pero ¿quién puede embridarlo?

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