¡Qué suerte no ser Lagarde!
LOS ‘listos’ que pueblan los bancos centrales llevan meses asegurando que el episodio de inflación de hace meses es pasajero e incapaz de alterar las conductas monetarias. Sin embargo, la fe en esas instituciones se topaba de bruces contra la visión de las empresas. Todas relataban su preocupación por la constante y creciente presión que, mes a mes, soportaban sus costes y que trataban de trasladarla a los precios de sus productos. Una pretensión natural que no siempre es posible materializar. Como las tarifas de precios acostumbran a actualizarse a principios de ejercicio, enero puso de manifiesto que la inflación crecía a paso firme y que la subyacente, que no refleja productos energéticos ni alimentos frescos, seguía su propio camino en paralelo. Todo subía ‘por’ el gas y la electricidad, pero todo subía ‘además’ del gas y la electricidad. Es más, creo que esa traslación de precios hacia los consumidores finales no ha terminado.
Por si fuera poco, la invasión de Ucrania supone un problema añadido pues los efectos más perjudiciales en el terreno de la economía serán las alteraciones en el suministro de gas. Miren lo sucedido a la Bolsa y al petróleo. Ambos productos se enlazan a través del precio. El sistema marginalista conduce a que sean las centrales de gas las que marquen el precio de todo el sistema, cuando los picos de demanda imponen su utilización. De ahí las pretensiones de los gobernantes de varios países, entre ellos del nuestro, de desvincular al gas del precio de la electricidad. Una buena intención que resulta un tanto ingenua en los momentos actuales, cuando las prioridades europeas se centran en asegurar un abastecimiento en grave peligro, dada la importancia y la incertidumbre que pesa sobre las ventas de gas ruso al centro y este de Europa.
Así que, ante unos precios del gas disparados y una inflación en alza constante, la pregunta clave se traslada de inmediato a la política monetaria. ¿Cuánto tiempo aguantará el BCE unos tipos nulos con semejante subidas de precios? El dilema es brutal. Primero, porque esta inflación tiene su origen en los costes más que en la demanda y no es seguro, ni siquiera probable, que unos tipos más altos frenen la escalada. Y segundo, porque subir los tipos sería un nuevo mazazo para la actividad y un torpedo letal para los Estados sobreendeudados. ¡Qué suerte no ser Christine Lagarde!