Rebelión del campo
¿Cómo explicar que un melón cueste (que no valga) en el mercado veinte veces más que lo pagado al cultivador?
Va siendo ya noticia frecuente el plante y manifestación de la gente del campo urgidas a reclamar en las ciudades soluciones a su progresiva ruina. El cuento es antiguo y, por descontado, bien conocido por historiadores y economistas desde hace siglos, y se centra antes que nada en la injustísima distribución de la renta agraria, del exiguo y menguante beneficio del agricultor o ganadero frente al negocio pujante de los intermediarios. Uno puede criar con esfuerzo frutas y hortalizas a sabiendas de que, en última y perentoria instancia, el intermediario acabará imponiendo su precio a la hora de una cosecha que, en la mayoría de los casos, suele ser breve por definición. O tragas y vendes —en ocasiones por debajo de los costes de producción— o los productos se te pudrirán si remedio. Esta mafiosa alternativa, hoy en pleno debate, viene, sin embargo, de muy lejos. ¿Cómo explicar que un melón o una lechuga cuesten (que no valgan) en el mercado diez, veinte o treinta veces más que lo pagado al cultivador?
Escuchemos a aquellos razonables «arbitristas». A los del siglo XVII, por ejemplo, y nada menos, cuando la protoeconomía terciada aún de ínfulas morales, multiplicaba sus protestas y demandas de remedios a los gobernantes para salvar la agricultura en crisis. Oigan al granadino Martínez de Mata –gracias al rescate que de su obra hizo Campomanes—dar la brasa al sistema a mediados de aquel «siglo de hierro» (Kamen) explicando que «los labradores no les dan a los frutos de la tierra más ser que el que la Naturaleza les dio, y mientras están en su poder valen poco, pero pasando a poder de los fabricantes crecen en estimación desde uno y hasta ciento… hasta llegar al consumidor, que es quien lleva la carga que sustenta a la república sin que lo sienta». Es lo mismo que dicen hoy los jóvenes agricultores o la Coag, impotentes frente a lo que, poco después de Navarrete, decía el (¿sevillano?) Álvarez Osorio y Redín, a saber, que «por precisar a los labradores a malvender sus cosechas, se hacen poderosos los logreros, y los años más abundantes los esterizan», gravísima cuestión que sólo podría aliviar el Poder quitando tributos y fomentando la industrialización, por entonces sólo un sueño.
Pero ¿quién se acuerda ya de los «arbitristas» o de los pioneros ecónomos de Toledo y Zaragoza, quién de los embelecos utópicos o del proyecto de Jovellanos? La imagen de los tractores atascando nuestras calles o las irritadas pancartas clamando ante la posible muerte del campo, seguirán en nuestros telediarios sin que, probablemente, nadie salga nunca, dialogante por lo menos, al balcón del Ministerio. Dicen los protagonistas que el campo se muere mostrando apocalípticos sus cuentas desesperadas. Quién sabe si, acaso sin darnos cuenta, estaremos dejando atrás el neolítico.