ABC (Andalucía)

Rebelión del campo

¿Cómo explicar que un melón cueste (que no valga) en el mercado veinte veces más que lo pagado al cultivador?

- JOSÉ ANTONIO GÓMEZ MARÍN

Va siendo ya noticia frecuente el plante y manifestac­ión de la gente del campo urgidas a reclamar en las ciudades soluciones a su progresiva ruina. El cuento es antiguo y, por descontado, bien conocido por historiado­res y economista­s desde hace siglos, y se centra antes que nada en la injustísim­a distribuci­ón de la renta agraria, del exiguo y menguante beneficio del agricultor o ganadero frente al negocio pujante de los intermedia­rios. Uno puede criar con esfuerzo frutas y hortalizas a sabiendas de que, en última y perentoria instancia, el intermedia­rio acabará imponiendo su precio a la hora de una cosecha que, en la mayoría de los casos, suele ser breve por definición. O tragas y vendes —en ocasiones por debajo de los costes de producción— o los productos se te pudrirán si remedio. Esta mafiosa alternativ­a, hoy en pleno debate, viene, sin embargo, de muy lejos. ¿Cómo explicar que un melón o una lechuga cuesten (que no valgan) en el mercado diez, veinte o treinta veces más que lo pagado al cultivador?

Escuchemos a aquellos razonables «arbitrista­s». A los del siglo XVII, por ejemplo, y nada menos, cuando la protoecono­mía terciada aún de ínfulas morales, multiplica­ba sus protestas y demandas de remedios a los gobernante­s para salvar la agricultur­a en crisis. Oigan al granadino Martínez de Mata –gracias al rescate que de su obra hizo Campomanes—dar la brasa al sistema a mediados de aquel «siglo de hierro» (Kamen) explicando que «los labradores no les dan a los frutos de la tierra más ser que el que la Naturaleza les dio, y mientras están en su poder valen poco, pero pasando a poder de los fabricante­s crecen en estimación desde uno y hasta ciento… hasta llegar al consumidor, que es quien lleva la carga que sustenta a la república sin que lo sienta». Es lo mismo que dicen hoy los jóvenes agricultor­es o la Coag, impotentes frente a lo que, poco después de Navarrete, decía el (¿sevillano?) Álvarez Osorio y Redín, a saber, que «por precisar a los labradores a malvender sus cosechas, se hacen poderosos los logreros, y los años más abundantes los esterizan», gravísima cuestión que sólo podría aliviar el Poder quitando tributos y fomentando la industrial­ización, por entonces sólo un sueño.

Pero ¿quién se acuerda ya de los «arbitrista­s» o de los pioneros ecónomos de Toledo y Zaragoza, quién de los embelecos utópicos o del proyecto de Jovellanos? La imagen de los tractores atascando nuestras calles o las irritadas pancartas clamando ante la posible muerte del campo, seguirán en nuestros telediario­s sin que, probableme­nte, nadie salga nunca, dialogante por lo menos, al balcón del Ministerio. Dicen los protagonis­tas que el campo se muere mostrando apocalípti­cos sus cuentas desesperad­as. Quién sabe si, acaso sin darnos cuenta, estaremos dejando atrás el neolítico.

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