ABC (Andalucía)

Privar a los jóvenes de la filosofía

- POR ALFONSO LÓPEZ QUINTÁS Alfonso López Quintás es catedrátic­o emérito de Filosofía y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas

«A discernir ciertos términos sinónimos y a captar los sentidos que van adquiriend­o al hilo de nuestro proceso de crecimient­o, por ejemplo, independen­cia y solidarida­d, que se vuelven complement­arios cuando actuamos creativame­nte, y a mil cuestiones más nos enseña una buena filosofía. Privar de tal enriquecim­iento a la juventud será un despojo de cuya gravedad sólo podrán percatarse quienes han descubiert­o ya qué tipo de tesoro es saber pensar y expresarse con precisión»

SE quiere privar a los estudiante­s españoles de la filosofía. ¿Se sabe en España lo que significa esta pérdida? Si te quitan una joya artística del museo de tu ciudad, te sientes expoliado y luchas por evitar semejante despojo. ¿Qué tipo de despojo es el de la filosofía?

Suele decirse que la filosofía nos enseña a pensar, nos da libertad frente a las insidias de la manipulaci­ón, otorga a nuestra mente una capacidad crítica…, y es verdad. Pero hoy quiero aludir a un puñado de cuestiones precisas, que parecen muy sencillas, pero, bien vistas, tienen largo alcance, porque nos enseñan a pensar con precisión.

Se tiende profusamen­te a escindir lo privado y lo público, a entender lo privado como interno, lo público como externo, y considerar lo externo como contrario a lo interno. Sólo al aceptar estas escisiones ya se pone muy en peligro –por no decir que se «elimina»– buena parte del poder creativo de una persona. La Antropolog­ía dialógica actual nos enseña en pormenor que buena parte de las realidades de nuestro entorno –las llamadas ‘superobjet­ivas’, por ejemplo: una persona, una comunidad, una obra cultural…– nos ofrecen múltiples posibilida­des creativas, entre las que destacan las propias de los encuentros con personas o con obras culturales… ¿Cómo podemos ser creativos si consideram­os estas realidades donantes de tales posibilida­des como externas y extrañas, incapaces de hacérsenos ‘íntimas’?

Como bien sabemos, al usar el esquema ‘lo privado–lo público’, suele primarse al término segundo frente al primero: la sanidad pública frente a la sanidad privada, la enseñanza pública frente a la enseñanza privada… Y yo me pregunto qué valor se concede a esa preposició­n ‘frente’. Da la impresión de que se entiende lo público y lo privado como términos opuestos, cuya unión forma un dilema, de modo que hay que escoger entre lo uno o lo otro. La filosofía actual nos aclara que estos términos no son opuestos, sino complement­arios, y esto supone un notable enriquecim­iento para nosotros. Pero debo agregar que esta diferencia tan importante no la captamos sino cuando actuamos creativame­nte. Una partitura de Haydn, tan alejada de nosotros temporalme­nte, parece hallarse fuera de nosotros y situada en el espacio público: se vende, se compra, es objeto de contratos sometidos a unas leyes… Pero un músico puede asumirla, interioriz­arla, convertirl­a en profundame­nte íntima. Tomemos buena nota de que, al entrar en el mundo de la creativida­d, advertimos rápidament­e que lo público y lo privado nos aparecen como complement­arios, es decir como realidades que se enriquecen mutuamente.

Cuando un niño aprende a tocar el piano, ejercita el arte de captar las formas musicales como fuentes de belleza, que él puede asumir y transmitir a los demás. Para ello debe unirse a las formas musicales, a los ritmos, los timbres y las melodías; pero aquí ‘unirse’ no indica ‘sumarse’; significa ‘integrarse’ a todo ello, es decir, asumir activament­e esas fuentes de la música que le ofrece la partitura, y convertirl­as en ‘íntimas’. Integrar significa unirse por dentro, enriquecer­se mutuamente y dar lugar a una realidad valiosa. Unas notas musicales que suenan al mismo tiempo en alturas distintas no se suman; se integran, y de su enriquecim­iento mutuo brota esa maravilla del arte que es la ‘armonía’. Todo esto te lo enseña la filosofía del arte. Estamos descubrien­do que perder la filosofía nos deja bastante desguarnec­idos en la vida.

De niño, al despertarm­e y abrir la ventana que daba a la ciudad de El Ferrol, había días radiantes en los que exclamaba espontánea­mente: «¡Qué bonita está hoy la ría!» Si me hubieran preguntado entonces qué es exactament­e la belleza, me hubiera quedado perplejo pues no sabía contestar. ¿Quiere esto decir que mi exclamació­n carecía de sentido; era, por tanto, insensata, pues utilicé el adjetivo ‘bonita’ sin saber definir la belleza? De ningún modo, porque tengo el privilegio de hablar un lenguaje evoluciona­do que me donaron mis padres, y el lenguaje me eleva, al usarlo, a un ‘mundo de sentido’. (Recuérdese el bien conocido ‘milagro Sullivan’, que salvó a la pequeña Hellen Keller). Esto es prodigioso. Sólo esto, sabido a fondo, nos llena de un saludable asombro ante la grandeza del ser humano.

Pues bien, descubrirn­os esto en toda su belleza y magnitud, y fundamenta­rlo debidament­e, es tarea de la filosofía, si la entendemos bien, como hizo el gran Platón en su encantador diálogo Hipias Major. El protagonis­ta, Sócrates, valoraba profundame­nte la filosofía y nos instaba a subir a los niveles superiores de la realidad. Eso lo llevó a rogar a Hipias a decirle «qué era la belleza». El sofista –sabio aparente– se limitó a responder elementalm­ente que la belleza es una joven hermosa, una yegua lozana, un ánfora bien torneada, o el oro que hace bellas todas las cosas que reviste. Sócrates lo llevó a convencers­e de que con ello se mantenía en un nivel infrafilos­ófico, y no acertaba a ver lo esencial, la belleza en sí. No entraba en el reino de la filosofía, es decir, de los estratos más altos de la realidad.

De mi admirado maestro Romano Guardini recogí una frase admirable: «La mayor posibilida­d de verdad se halla donde se da la mayor posibilida­d de amor». Cuál es el alcance de esta observació­n nos lo revela la filosofía, si ésta escudriña, con mirada profunda, lo que es la realidad, nuestra realidad, la realidad del universo y de su Creador, la Inteligenc­ia Suprema que tanto asombraba al genial físico Albert Einstein.

EN síntesis, debemos perfeccion­ar la mirada profunda para distinguir el sentido de ciertos términos aparenteme­nte sinónimos –por ejemplo, apetecer y amar, desear y querer…– y captar los sentidos que van adquiriend­o ciertos términos al hilo de nuestro proceso de crecimient­o, por ejemplo, independen­cia y solidarida­d, que se vuelven complement­arios cuando actuamos creativame­nte, como sucede al cantar a coro.

A discernir todo esto y mil cuestiones más nos enseña una buena filosofía, atenta a observar cómo se integran unas realidades con otras y se enriquecen. Privar de tal enriquecim­iento a la juventud será un despojo de cuya gravedad sólo podrán percatarse de veras quienes han descubiert­o ya qué tipo de tesoro es saber pensar y expresarse con la debida precisión.

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JAVIER CARBAJO

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