La verdad de la guerra
Si nos medimos con la maldad del tirano, al fin y al cabo, descubriremos que sólo somos unos pobres hombres medianos
HAY una forma de lucidez que sólo habita en la derrota. Los antiguos griegos, que son nuestros hermanos mayores en casi todo, supieron certificarlo por boca de Esquilo, cuando el trágico anunció que es a través del dolor como se aprende. Uno querría que ese sufrimiento pudiera ser patrimonio de la humanidad en su conjunto y que con el daño soportado por unos pocos pudiera aprender la especie entera. Pero no: el matadero de la historia nos exige sufrir de nuevo, cada día, para aprender o recordar la antigua verdad de siempre.
En un tiempo en el que la política se nos había llenado de metáforas y de narrativas vanas, la realidad ha decidido defenderse del modo más cruento y eficaz que tiene: recordándonos que el mal existe y no así la providencia o el progreso capaz de asegurarnos una frágil supervivencia para nuestros principios. La guerra entra abruptamente en la historia como el contraste que ilumina una única certeza y un conjunto infinito de mentiras.
Midan ahora, cuando esta realidad aprieta, el escasísimo tamaño de algunos de los personajes que nos rodean. Pero seleccionen también, en virtud de su ancho mérito, las palabras lúcidas y generosas que empiezan a pronunciar otras voces ejemplares. Si nos medimos con la maldad del tirano, al fin y al cabo, descubriremos que sólo somos unos pobres hombres medianos. Llamados, eso sí, y está bien que así sea, a ser luz del mundo y para el mundo.
Toda comunidad política se vertebró desde antiguo en torno a la amenaza de un mismo enemigo compartido. La Europa tecnocrática y resiliente que bebe su café en vasitos de papel se encuentra, ya por fin y en mala hora, ante una circunstancia en la que podrán cobrar sentido muchos de sus eslóganes vacíos. Ojalá estemos a la altura. El tiempo se ha cumplido y es en estos días cuando debemos demostrar si estamos también dispuestos a compartir la peor suerte. Porque todo puede fingirse menos el daño, que siempre es lo que parece.
El habla –enseñará Eurípides– no tiene la misma fuerza en la boca de hombres oscuros que en la de los hombres prestigiosos (Ecuba 293).