ABC (Andalucía)

La verdad de la guerra

Si nos medimos con la maldad del tirano, al fin y al cabo, descubrire­mos que sólo somos unos pobres hombres medianos

- DIEGO S. GARROCHO

HAY una forma de lucidez que sólo habita en la derrota. Los antiguos griegos, que son nuestros hermanos mayores en casi todo, supieron certificar­lo por boca de Esquilo, cuando el trágico anunció que es a través del dolor como se aprende. Uno querría que ese sufrimient­o pudiera ser patrimonio de la humanidad en su conjunto y que con el daño soportado por unos pocos pudiera aprender la especie entera. Pero no: el matadero de la historia nos exige sufrir de nuevo, cada día, para aprender o recordar la antigua verdad de siempre.

En un tiempo en el que la política se nos había llenado de metáforas y de narrativas vanas, la realidad ha decidido defenderse del modo más cruento y eficaz que tiene: recordándo­nos que el mal existe y no así la providenci­a o el progreso capaz de asegurarno­s una frágil superviven­cia para nuestros principios. La guerra entra abruptamen­te en la historia como el contraste que ilumina una única certeza y un conjunto infinito de mentiras.

Midan ahora, cuando esta realidad aprieta, el escasísimo tamaño de algunos de los personajes que nos rodean. Pero seleccione­n también, en virtud de su ancho mérito, las palabras lúcidas y generosas que empiezan a pronunciar otras voces ejemplares. Si nos medimos con la maldad del tirano, al fin y al cabo, descubrire­mos que sólo somos unos pobres hombres medianos. Llamados, eso sí, y está bien que así sea, a ser luz del mundo y para el mundo.

Toda comunidad política se vertebró desde antiguo en torno a la amenaza de un mismo enemigo compartido. La Europa tecnocráti­ca y resiliente que bebe su café en vasitos de papel se encuentra, ya por fin y en mala hora, ante una circunstan­cia en la que podrán cobrar sentido muchos de sus eslóganes vacíos. Ojalá estemos a la altura. El tiempo se ha cumplido y es en estos días cuando debemos demostrar si estamos también dispuestos a compartir la peor suerte. Porque todo puede fingirse menos el daño, que siempre es lo que parece.

El habla –enseñará Eurípides– no tiene la misma fuerza en la boca de hombres oscuros que en la de los hombres prestigios­os (Ecuba 293).

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