DATOS ÚTILES
l punto de partida no invitaba precisamente al optimismo: «Si hubiese un deporte que la mujer no debiera practicar es, justamente, el fútbol», consignaba en diciembre de 1931 ‘Lo Sport Fascista’, una de las terminales mediáticas alimentadas por ‘Il Duce’ para preservar la ortodoxia del régimen vigente en Italia desde 1922.
Tres años después, Mussolini dedicó la organización del Mundial en el país a vender al mundo las presuntas bondades, logros e ideales de su visión política totalitaria, con la inclusión de sobornos arbitrales y toda clase de tretas antideportivas que resolvieron el campeonato a favor de la ‘Squadra Azzurra’, capitaneada entonces por un futbolista, milanés, de talento inconmensurable:
Giuseppe Meazza (19101979).
EUna costurera
Ni el respaldo previo del jugador más brillante del momento allanó el sueño pionero de un puñado de mujeres de crear, a finales del verano de 1932, el primer equipo de fútbol femenino del país, justo en la capital de Lombardía: el Club de futbolistas milanesas.
Un pequeño libro, editado por Altamarea, recupera ahora de forma novelada la peripecia de riesgo impulsada por la costurera Marta Boccalini, su hermana Rosetta –goleadora del conjunto– y otras mujeres cuya determinación por practicar ‘Il calcio’ devino en un desafío al orden establecido por los gerifaltes fascistas, que en este aspecto venía a proscribir el fútbol femenino mediante la invocación de que pegarle al balón «no es cosa de señoritas». En consecuencia, las autoridades decidieron que ese indudable «entusiasmo físico» patente en las muchachas debía ser «reorientado» a otras
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disciplinas deportivas, como el baloncesto, la natación o la esgrima. Y, de hecho, así acabó ocurriendo: Rosetta, tras la disolución del club, jugó durante años al baloncesto con singular destreza, tanto como para lograr tres campeonatos nacionales con el Ambrosiana, equipo en la órbita del actual Inter de Milán.
La novela, firmada por la periodista de ‘Il Corriere della Sera’ Federica Seneghini, se basa en el testimonio dejado por Marta Boccalini y en el ensayo escrito a partir de los recuerdos de esta por Marco Giani, ‘Historia de un prejuicio y de una lucha’.
El aliado inesperado
En el ínterin entre sus esperanzas iniciales y el abrupto final de su aventura, las jóvenes trataron de superar todo tipo de obstáculos para desfogarse en el terreno de juego pese a las múltiples piedras en sus botas que la dirigencia mussoliniana introducía sin solución de continuidad.
Las futbolistas empleaban los domingos en practicar el fútbol mientras en la prensa, y en los despachos, se debatía sobre la conveniencia o no de permitir a las chicas estirar su anhelo. De repente, encontraron un inesperado aliado en el presidente del Comité Olímpico Nacional Italiano, Alessandro Arpinati, quien autorizó el ‘Gruppo Calciatrici Milanese’ siempre que sus partidos se desarrollaran «en privado, en campos cerrados y sin público».
El Comité se comprometía a estudiar la viabilidad de reconocer y regular la actividad futbolística femenina en el caso de que se fuera produciendo la creación de sociedades similares al club milanés en otros puntos del país.
Altamarea Ediciones. Págs: 224.
De pie, las atacantes, entre ellas Mina Lang, Ester Dal Pan y Ninì Zanetti. De cuclillas, Marta Boccalini, Nidia Glingani y María Lucchese. Sentadas, Augusta Salina, Navazzotti y Luisa Boccalini
Del modo que sea, las limitaciones eran legión. Ni los artículos médicos que desmentían el supuesto perjuicio de la práctica del fútbol en la salud de las mujeres impidieron que las jugadoras dieran rienda a su afición en condiciones cada vez más difíciles: se estableció que la portería sería ocupada por hombres por aquello de los balonazos que inevitablemente reciben los guardametas, se prohibió el juego aéreo y se las obligaba a ataviarse con unas faldas cuyo vuelo limitaba penosamente su libertad de movimientos.
Amenazas al presidente
Poco más de un año después de la fundación del equipo, la presión de los que se oponían a permitir el fútbol femenino comenzó a ganar terreno en las instancias federativas. El sensato Arpinati fue relevado al frente del Comité Olímpico Nacional Italiano y su sucesor, Achille Starace –fusilado por los partisanos el 29 de abril de 1945– no toleró que la iniciativa de las milanesas cundiera en otras ciudades italianas, por ejemplo en Alessandria, donde otra entidad compuesta solo por mujeres organizó un partido en que se medirían con el equipo lombardo. El encuentro nunca se celebró: mamporreros fascistas se personaron en la tienda de Ugo Cardosi, presidente del Club de futbolistas milanesas, para advertirle bajo amenaza de la imposibilidad de que el partido se disputara. Un jarro de agua fría para unas deportistas que solo unos meses antes habían disfrutado de un cierto reconocimiento social y tenido la oportunidad de conocer a los referentes del fútbol italiano de la época, singularmente al gran Meazza, aún hoy en posesión de la marca como segundo máximo goleador del equipo nacional italiano.
El tesoro de Rosetta
El régimen fascista cortó la aventura de las milanesas cuando su ejemplo comenzó a cundir en otras ciudades de Italia
Las hermanas Marta y Rosetta Boccalini vivieron juntas desde que esta enviudó. Marta, que siempre se desempeñó como costurera, dejó memoria escrita de esta etapa de su vida para salvar del olvido una experiencia pionera protagonizada por unas mujeres que desafiaron al fascismo y a unas injusticias que todavía hoy atenazan el fútbol femenino. Falleció en 1998. Fue la última superviviente del Club de futbolistas milanesas.
Rosetta, que tenía 16 años cuando se convirtió en la anotadora del equipo, dirigió su trayectoria profesional a la enseñanza. Según las notas biográficas aportadas por Seneghini, durante toda su vida como maestra «montó en bicicleta para recorrer los treinta kilómetros que separaban su casa de Milán de Nosadello, donde la esperaban sus estudiantes de primaria. No llegó ni una sola vez tarde. Murió en 1991».
Mucho antes, el 9 de julio de 1933, Meazza le dedicó una fotografía: «A Rosetta, futbolista con falda: nunca dejes de atacar». Siempre la conservó. Era su gran tesoro.